/ martes 24 de abril de 2018

Los niños y niñas limosneros, asignatura pendiente de gobierno

Una asignatura pendiente de las diferentes administraciones municipales que han gestionado la ciudad

Considerados por muchos automovilistas de la ciudad como una parte más de la infraestructura urbana, a fuerza de estar presentes a la misma hora y en el mismo lugar casi todos los días, los niños y niñas limosneros son desde hace décadas una asignatura pendiente de las diferentes administraciones municipales que han gestionado la ciudad, las cuales no pueden darle otra solución al asunto que no sea retirar a los infantes de sus “lugares de trabajo”: remedio paliativo que, al no poder eliminar por completo la problemática, solamente se repite de cuando en cuando.

Pero los niños (y no tan niños) inevitablemente regresan a pedir dinero en los cruceros, donde permanecen un día sí y otro también, para cumplir la orden de la autoridad familiar y llevar “el chivo” a la casa. Probablemente recordará el lector una señalización de tránsito colocada en varios cruceros de la ciudad, la cual exhorta a los automovilistas a abstenerse de dar dinero a los pedigüeños, bajo la premisa de que hacerlo “pone en riesgo sus vidas”.

¿Dicho exhorto sólo aplica para los menores de edad? Porque se sabe que los migrantes, al realizar la misma actividad, en unas pocas horas al día pueden acumular hasta 700 pesos, aprovechándose de la lástima que generan en los conductores, situación que los infantes ya no les producen, quizás a fuerza de haberse vuelto parte de la acera desde hace años, y ya no representar una desgracia novedosa como los indocumentados.

Un paseo por el primer cuadro de la ciudad resultaría engañoso para quien decidiera darse una idea cabal de las dimensiones del problema, ya que los limosneros, vendedores y en general cualquier persona que “ensucie” con su presencia las calles del Centro Histórico y sus alrededores, han sido desterrados permanentemente de la zona, en un esfuerzo por dar una imagen positiva de la mancha urbana; es preciso alejarse del Centro para descubrir los cruceros atestados de pequeños mostrencos extendiendo su manos al cambiar el semáforo.

El periférico De la Juventud, la avenida De las Industrias, Francisco R. Almada, Vialidad Chepe y el bulevar Juan Pablo II son sólo algunas de las principales arterias de la ciudad donde desde temprana hora se puede ver la escena ya clásica: una mujer de la etnia tarahumara sentada en el camellón, cuidando (o no) con la mirada a los niños que recorren los carriles al ponerse el semáforo en rojo, aunque este escenario se ha diversificado de tal manera que ahora la mayoría de los niños y niñas que piden limosna lo hacen sin supervisión de algún tipo, dejados a su suerte en el camellón por quien o quienes dicen ser los “adultos responsables” de su cuidado.

Ése es el caso de Adrián (nombre cambiado para proteger su identidad), un niño que desde los 5 años de edad se dedica a pedir dinero al norte de la ciudad, ya sea en el periférico De la Juventud o en la glorieta donde éste coincide con la avenida Zarco. Adrián cumple desde hace años con el encargo que le ha encomendado su madre, la cual lo recoge al caer la noche para llevarlo a casa, aunque en muchas ocasiones él debe regresar por su cuenta, cuidando de poder alcanzar el último camión que lo lleve a su domicilio.

Aunque ha habido personas que al conocer al pequeño se han conmovido al punto de ofrecerle a su madre pagar por completo los estudios de Adrián, ésta se ha negado terminantemente, quizá cerrándole a él la posibilidad de un futuro donde no tenga que pedir dinero para subsistir.

Seguramente el lector conoce otras historias similares o idénticas a la de Adrián: las de niñas y niños cuyos padres o tutores les niegan la posibilidad de un futuro mejor, sea por soberbia, vergüenza, desprecio u otra de las emociones ligadas a la carencia económica.

En México, la protección de la población infantil contra las formas de trabajo se encuentra expresada en el artículo 123 de la Constitución, en el cual se lee, tras una reforma hecha en 2014: “Queda prohibida la utilización del trabajo de los menores de quince años. Los mayores de esta edad y menores de dieciséis tendrán como jornada máxima la de seis horas”.

Según cifras arrojadas por la encuesta “Módulo de Trabajo Infantil” (levantada por el INEGI), para 2015 había en el estado 934,297 niños y niñas de entre 5 y 17 años, de los cuales el 5% (47,470) se encontraban trabajando, la mayoría de ellos (90%) en condiciones no permitidas, ya por tratarse de ocupaciones peligrosas o por laborar estando debajo de la edad mínima.


Considerados por muchos automovilistas de la ciudad como una parte más de la infraestructura urbana, a fuerza de estar presentes a la misma hora y en el mismo lugar casi todos los días, los niños y niñas limosneros son desde hace décadas una asignatura pendiente de las diferentes administraciones municipales que han gestionado la ciudad, las cuales no pueden darle otra solución al asunto que no sea retirar a los infantes de sus “lugares de trabajo”: remedio paliativo que, al no poder eliminar por completo la problemática, solamente se repite de cuando en cuando.

Pero los niños (y no tan niños) inevitablemente regresan a pedir dinero en los cruceros, donde permanecen un día sí y otro también, para cumplir la orden de la autoridad familiar y llevar “el chivo” a la casa. Probablemente recordará el lector una señalización de tránsito colocada en varios cruceros de la ciudad, la cual exhorta a los automovilistas a abstenerse de dar dinero a los pedigüeños, bajo la premisa de que hacerlo “pone en riesgo sus vidas”.

¿Dicho exhorto sólo aplica para los menores de edad? Porque se sabe que los migrantes, al realizar la misma actividad, en unas pocas horas al día pueden acumular hasta 700 pesos, aprovechándose de la lástima que generan en los conductores, situación que los infantes ya no les producen, quizás a fuerza de haberse vuelto parte de la acera desde hace años, y ya no representar una desgracia novedosa como los indocumentados.

Un paseo por el primer cuadro de la ciudad resultaría engañoso para quien decidiera darse una idea cabal de las dimensiones del problema, ya que los limosneros, vendedores y en general cualquier persona que “ensucie” con su presencia las calles del Centro Histórico y sus alrededores, han sido desterrados permanentemente de la zona, en un esfuerzo por dar una imagen positiva de la mancha urbana; es preciso alejarse del Centro para descubrir los cruceros atestados de pequeños mostrencos extendiendo su manos al cambiar el semáforo.

El periférico De la Juventud, la avenida De las Industrias, Francisco R. Almada, Vialidad Chepe y el bulevar Juan Pablo II son sólo algunas de las principales arterias de la ciudad donde desde temprana hora se puede ver la escena ya clásica: una mujer de la etnia tarahumara sentada en el camellón, cuidando (o no) con la mirada a los niños que recorren los carriles al ponerse el semáforo en rojo, aunque este escenario se ha diversificado de tal manera que ahora la mayoría de los niños y niñas que piden limosna lo hacen sin supervisión de algún tipo, dejados a su suerte en el camellón por quien o quienes dicen ser los “adultos responsables” de su cuidado.

Ése es el caso de Adrián (nombre cambiado para proteger su identidad), un niño que desde los 5 años de edad se dedica a pedir dinero al norte de la ciudad, ya sea en el periférico De la Juventud o en la glorieta donde éste coincide con la avenida Zarco. Adrián cumple desde hace años con el encargo que le ha encomendado su madre, la cual lo recoge al caer la noche para llevarlo a casa, aunque en muchas ocasiones él debe regresar por su cuenta, cuidando de poder alcanzar el último camión que lo lleve a su domicilio.

Aunque ha habido personas que al conocer al pequeño se han conmovido al punto de ofrecerle a su madre pagar por completo los estudios de Adrián, ésta se ha negado terminantemente, quizá cerrándole a él la posibilidad de un futuro donde no tenga que pedir dinero para subsistir.

Seguramente el lector conoce otras historias similares o idénticas a la de Adrián: las de niñas y niños cuyos padres o tutores les niegan la posibilidad de un futuro mejor, sea por soberbia, vergüenza, desprecio u otra de las emociones ligadas a la carencia económica.

En México, la protección de la población infantil contra las formas de trabajo se encuentra expresada en el artículo 123 de la Constitución, en el cual se lee, tras una reforma hecha en 2014: “Queda prohibida la utilización del trabajo de los menores de quince años. Los mayores de esta edad y menores de dieciséis tendrán como jornada máxima la de seis horas”.

Según cifras arrojadas por la encuesta “Módulo de Trabajo Infantil” (levantada por el INEGI), para 2015 había en el estado 934,297 niños y niñas de entre 5 y 17 años, de los cuales el 5% (47,470) se encontraban trabajando, la mayoría de ellos (90%) en condiciones no permitidas, ya por tratarse de ocupaciones peligrosas o por laborar estando debajo de la edad mínima.


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