/ lunes 10 de febrero de 2020

Ni en rifa saldrá el avión presidencial

Llámenme José María Morelos y Pavón, pero no me confundan con el héroe patrio, al contrario, de un tiempo a la fecha siento que me convertí en una especie de villano, porque nadie me quiere

También soy conocida por las siglas TP-01 (Transporte Presidencial Número Uno). ¡Qué épocas aquellas en que, feliz, hacía honor al mote, viajando y llevando al otrora mandatario del país a todas partes!

Entonces no cabía en ningún espacio. Y no hablo de mi estructura de 57 metros de longitud, 60 de envergadura y 17 de altura; hinchada de orgullo por la labor que cumplía, ninguna pista me era suficiente.

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Ahora todo es diferente. Aquí estoy, aburriéndome en un hangar, sin movimiento significativo, envidiando a los autos estacionados permanentemente a los que cuando menos de vez en cuando el propietario enciende para conservar el motor.

Y eso que muchos han cacareado mi mantenimiento. Supongo que de mí se dice una cosa y se hace otra por los enormes gastos que conlleva el cuidado forzoso de cualquier aparato volador, so pena de que se devalúe en menos de lo que la moneda nacional cae frente al dólar.

Hablando de esa divisa, son cuatro mil billetes verdes semanales por apenas hacerme mis chambitas de rigor que, obvio, van más allá del mero cambio de aceite.

Aunque no vuelo, estos últimos días me he ajetreado peor que en una turbulencia o un viaje promedio en ruta alimentadora chihuahuense, no sé qué sea peor. Ello, porque he sido la comidilla de todos los estratos sociales debido a la intención de deshacerse de mí, primero, por venta directa y, después, a través de una mexicanísima rifa.

Al principio, me alegré. Luego que mi antiguo usuario dejó su cargo, quien lo sucedió quiso cumplir la antigua promesa de venderme. Hablamos de 2018 cuando, para acercarme a posibles compradores, fui trasladado a California, Estados Unidos.

Pensé que si no querrían usarme en México, no faltaría algún jeque árabe o magnate ruso que me quisiera para organizar una “fiesta de altura” gracias a mi amplia capacidad y comodidad de 80 pasajeros (Duartes no incluidos).

Mas siendo sinceros, ¿quién pagaría los 150 millones de pesos en los que la Organización de las Naciones Unidas me tasó? Ahí comencé a “volar bajo”: de pronto nadie tuvo interés en mí, y el avión que no tenía ni Obama no lo quiso ni Trump.

Pese a que en apariencia carezco de reversa, esa velocidad metieron a principio de año tras no concretarse mi venta en el “otro lado”, pues estaba saliendo más caro que un alumno sin provecho en Harvard: durante mi estancia en California costé al gobierno mexicano 30 millones de pesos… sólo por mantenimiento y preservación.

Para entonces, ya sentía que Los Simpson predijeron de modo simbólico mi nula venta y mis elevados costos de manutención. Sólo que en ese capítulo me pintaron como el elefante “Stampy”.

Como en la emisión, no tardaron en querer deshacerse de mí a toda costa. Pronto anunciaron que la mejor opción para “mandarme a volar” sería una rifa. Pensé que era una broma, pero días después, viendo el diseño del boleto de la Lotería Nacional, supe que la cosa iba en serio.

Sí, el propio Kafka se convertiría en cucaracha si supiera de los seis millones de cachitos ofrecidos de inicio en 500 pesos. Pero, en un cambio de pichada digno del mejor aficionado al beisbol, muy pronto las reglas fueron otras.

Se llegó a decir que yo era un premio peligroso, no por mis dimensiones, sino porque casi volvería loco al ganador, que no sabría cómo tratarme, así que después se habló de un fideicomiso, cuya explicación fue más enredada que las cuentas que hacen los encargados del frontón chino en las ferias populares.

Finalmente (y a reserva de otro novelístico giro de tuerca), este viernes se decidió que sí me rifarán, que serán los cachitos y el precio de inicio… pero que habrá 100 afortunados que no me ganarán, sino recibirán 20 millones de pesos cada uno.

Aquí es donde (emulando a mi último pasajero) les pregunto: ¿cómo se rifa algo que nunca se entregará? Porque, según entiendo, seré sorteada, pero nadie me ganará, mientras me rentan o me venden, pero mi dueño no podrá usarme. Ante tal razonamiento, mi cabeza quedó más revuelta que un viaje que rompe la velocidad del sonido.

Lo cierto es que terminé por sentirme la fea de la comarca, porque ya ni en rifa saldré. Me convertí en un elefante volador blanco pensado de en trada como solución y devenido, si no en un problema, en un “tema de interés nacional”.

En un país tan lleno de historias delirantes, soy sólo una más.

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También soy conocida por las siglas TP-01 (Transporte Presidencial Número Uno). ¡Qué épocas aquellas en que, feliz, hacía honor al mote, viajando y llevando al otrora mandatario del país a todas partes!

Entonces no cabía en ningún espacio. Y no hablo de mi estructura de 57 metros de longitud, 60 de envergadura y 17 de altura; hinchada de orgullo por la labor que cumplía, ninguna pista me era suficiente.

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Ahora todo es diferente. Aquí estoy, aburriéndome en un hangar, sin movimiento significativo, envidiando a los autos estacionados permanentemente a los que cuando menos de vez en cuando el propietario enciende para conservar el motor.

Y eso que muchos han cacareado mi mantenimiento. Supongo que de mí se dice una cosa y se hace otra por los enormes gastos que conlleva el cuidado forzoso de cualquier aparato volador, so pena de que se devalúe en menos de lo que la moneda nacional cae frente al dólar.

Hablando de esa divisa, son cuatro mil billetes verdes semanales por apenas hacerme mis chambitas de rigor que, obvio, van más allá del mero cambio de aceite.

Aunque no vuelo, estos últimos días me he ajetreado peor que en una turbulencia o un viaje promedio en ruta alimentadora chihuahuense, no sé qué sea peor. Ello, porque he sido la comidilla de todos los estratos sociales debido a la intención de deshacerse de mí, primero, por venta directa y, después, a través de una mexicanísima rifa.

Al principio, me alegré. Luego que mi antiguo usuario dejó su cargo, quien lo sucedió quiso cumplir la antigua promesa de venderme. Hablamos de 2018 cuando, para acercarme a posibles compradores, fui trasladado a California, Estados Unidos.

Pensé que si no querrían usarme en México, no faltaría algún jeque árabe o magnate ruso que me quisiera para organizar una “fiesta de altura” gracias a mi amplia capacidad y comodidad de 80 pasajeros (Duartes no incluidos).

Mas siendo sinceros, ¿quién pagaría los 150 millones de pesos en los que la Organización de las Naciones Unidas me tasó? Ahí comencé a “volar bajo”: de pronto nadie tuvo interés en mí, y el avión que no tenía ni Obama no lo quiso ni Trump.

Pese a que en apariencia carezco de reversa, esa velocidad metieron a principio de año tras no concretarse mi venta en el “otro lado”, pues estaba saliendo más caro que un alumno sin provecho en Harvard: durante mi estancia en California costé al gobierno mexicano 30 millones de pesos… sólo por mantenimiento y preservación.

Para entonces, ya sentía que Los Simpson predijeron de modo simbólico mi nula venta y mis elevados costos de manutención. Sólo que en ese capítulo me pintaron como el elefante “Stampy”.

Como en la emisión, no tardaron en querer deshacerse de mí a toda costa. Pronto anunciaron que la mejor opción para “mandarme a volar” sería una rifa. Pensé que era una broma, pero días después, viendo el diseño del boleto de la Lotería Nacional, supe que la cosa iba en serio.

Sí, el propio Kafka se convertiría en cucaracha si supiera de los seis millones de cachitos ofrecidos de inicio en 500 pesos. Pero, en un cambio de pichada digno del mejor aficionado al beisbol, muy pronto las reglas fueron otras.

Se llegó a decir que yo era un premio peligroso, no por mis dimensiones, sino porque casi volvería loco al ganador, que no sabría cómo tratarme, así que después se habló de un fideicomiso, cuya explicación fue más enredada que las cuentas que hacen los encargados del frontón chino en las ferias populares.

Finalmente (y a reserva de otro novelístico giro de tuerca), este viernes se decidió que sí me rifarán, que serán los cachitos y el precio de inicio… pero que habrá 100 afortunados que no me ganarán, sino recibirán 20 millones de pesos cada uno.

Aquí es donde (emulando a mi último pasajero) les pregunto: ¿cómo se rifa algo que nunca se entregará? Porque, según entiendo, seré sorteada, pero nadie me ganará, mientras me rentan o me venden, pero mi dueño no podrá usarme. Ante tal razonamiento, mi cabeza quedó más revuelta que un viaje que rompe la velocidad del sonido.

Lo cierto es que terminé por sentirme la fea de la comarca, porque ya ni en rifa saldré. Me convertí en un elefante volador blanco pensado de en trada como solución y devenido, si no en un problema, en un “tema de interés nacional”.

En un país tan lleno de historias delirantes, soy sólo una más.

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