/ viernes 13 de julio de 2018

Crónica:Nostalgia de un avalense exiliado

Un pueblo casi fantasma

Ayer te lamentabas, mi querido Ávalos, de vivir sólo de recuerdos. Permíteme a mí, uno de tus hijos, unirme a ese lamento. Yo no sé lo que te pasó realmente para que hoy estés casi en el olvido, pero como avalense exiliado que soy, eso me duele tanto como a ti.

Nací en 1944, en la cuadra 3, que ya no existe, en el número 21, y como tú, mi terruño, las nostálgicas memorias de mi infancia y juventud se agolpan en mi mente y me pintan escenas que son difíciles de volver.

Evoco, por no decir que añoro, los bautizos que sábados y domingos se hacían en San José. El padrino generalmente lanzaba al aire un peso convertido en cien monedas de a centavo (que en aquellos tiempos vaya que valía), “arengado” por nuestro infantil grito de “bolo, bolo, pa’ que no salga el niño pedorro”. Luego, cada quien con sus monedas, buscábamos ganar las de los demás con emocionantes partidas de “tapadita”.

No todo fue vagancia. A fin de ayudar a mi “jefita” en el ingreso hogareño, laboré como ayudante en una panadería que existió en la también inexistente cuadra 4. No recuerdo el nombre de pila de los panaderos, pero sí los alias con los que fueron conocidos: Choco, Pifas, Chiclines, el Maistro Solís, así como al dueño de la tahona de apellido Máynez.

Tanto que me encariñé contigo, Ávalos, pero al parecer el destino no nos quería juntos. Yo llegué a estudiar parte de mi primaria en la Escuela Artículo 123, pero debido a que se volvió “exclusiva” para hijos de empleados de la fundición, mi madre, mis hermanos y yo tuvimos que emigrar al poblado cercano, Ranchería Juárez, al plantel de la Emiliano Zapata.

Y con el debido respeto, nada que ver con mi anterior institución. En vez de los baños de aquélla, nuestras necesidades las hacíamos en una fosa séptica. Hasta en el llamado a clase se notaba la diferencia, pues de la campanita de la “Artículo”, pasamos a un trozo de riel colgado en unos polines de madera que hacíamos sonar con otro pedazo de metal que hacía vibrar más nuestras manos que lo que golpeábamos.

Aun con esa situación, me las arreglaba para regresar a ti, amado Ávalos. Quizá me seducía tu tan avanzado estilo de vida que a mediados del siglo pasado, estoy de acuerdo contigo, nada le envidiaba al de la propia capital del estado.

Llegué a pelar cebolla en tu mercado, mientras que por tus calles lo mismo boleaba calzado que vendía paletas, limones y El Heraldo de la Tarde, que por aquellos años (50 y 60) comenzaron a distribuir los padres de un joven reportero al servicio de esa casa editora llamado Remigio Prado Llágunez.

En Ranchería, esta práctica fue emulada algunos años después por los hermanos Torres Rey, Abel y Humberto, quien llegó a ser líder sindical de los voceadores.

También me daba tiempo para más vagancia. En mi nuevo barrio, formamos nuestra pandilla con los hermanos Hernández, Carlos y Francisco, Ramón Flores y José Sáenz, quien se fue a Ciudad Juárez y ya no regresó.

Nuestros adversarios, entre las calles Décima, Emiliano Zapata y 16 de Septiembre eran comandados por Abel Torres, los hermanos Molina, los Dávila y los Coronados.

Pero tarde o temprano tienes que regresar a casa y poco después los rivales nos unimos para ir a Ávalos para retar a pandillas de las cuadras 27 y 33. Parecíamos los Montesco contra los Capuleto porque, no obstante nuestra rivalidad, a uno de nuestros “elementos” le gustaba la hermana de uno de nuestros “enemigos”, una jovencita llamada Graciela Ramos, después destacada activista.

La cosa de las pandillas le fue cediendo naturalmente su lugar a la madurez, el gusto por las “muchachas” y otras obligaciones que me fueron alejando de mi sitio natal. Fui enviado (podría decir que “exiliado”) a estudios superiores en la Escuela de Artes y Oficios que en aquel entonces se encontraba entre las calles Jiménez, Ramírez, Cuarta y Sexta.

Recuerdo que la condición económica en la casa no era muy desahogada, por lo que para asistir a esta institución se me dotó de una credencial que me validara un descuento en el camión de Ávalos a Chihuahua.

Y para que no tuviera que ir a comer y regresar (eran épocas de escuelas de “turno quebrado”), se me admitió en el comedor del internado de la escuela (hoy gimnasio Benito Juárez). Eso me permitía ahorrarme dos pasajes, por lo que se me hizo costumbre cargar, atada con una cadenita a la presilla de mi pantalón, una cuchara de peltre, herramienta escasa en el mencionado comedor.

Posteriormente pasé al Instituto Tecnológico de Chihuahua, donde se nos impartieron clases de español (irónicamente a cargo de una maestra con apellido japonés, Cobayashi) y matemáticas, con el maestro Fumito, llamado así por su afición al cigarro. De ahí pasábamos al taller con opciones de soldadura, electricidad, mecánica automotriz y diésel.

Me convertí en hombre, creo que de bien. Me casé con una avalense con quien tuve dos hijos que hoy son ya unos profesionistas. Nos fuimos a vivir a Chihuahua, donde también anduve de aquí para allá de un trabajo a otro.

Es en este punto de mi relato donde creo saber por qué te pasa lo que te aqueja, mi querido Ávalos. Hace ya casi 30 años yo comencé a trabajar en la fundición, el corazón que te daba vida, pero que ya entonces daba señales de mala salud.

Todo se había empezado a ir al traste desde los 70, cuando la compañía estadounidense recibió la “mexicanidad” (Asarco Mexicana). Casualidad o no, en el pueblo las cosas se empezaron a poner feas. Comenzó por ejemplo, el derrumbe de las cuadras cercanas a la planta so pretexto de alejar a la gente de una contaminación que nunca nos afectó, así le digan lo contrario a gente de Rinconada Nogales.

Fueron cayendo bajo la pica un sinnúmero de cuadras y todo lo que con ellas se construyó: cayeron sanitarios y pilas de agua comunales, y las familias afectadas por la destrucción optaron por el exilio a colonias de Chihuahua como Linss, Cuarteles y Santa Rosa.

Así comenzó la desbandada de muchas familias que se vieron fuera de la tierra que, como yo, llegaron a amar y en la cual nacieron sus hijos. Junto con las paredes de las casas, comenzó a desmoronarse un pueblo que siempre se distinguió por la unión de la gente que lo habitó por muchos años.

En las instalaciones de la planta las cosas no marcharon distinto. Con la administración mexicana, aquella se fue haciendo obsoleta por falta de mantenimiento, proveedores de materia prima emigraron a otras fundiciones y la plantilla inicial de obreros, que llegó a contarse por miles, comenzó a reducirse hasta quedar en decenas.

Yo, que estaba tan feliz por haber “regresado” a ti, Ávalos, viví la agonía de tu corazón. Me tocó ver el comienzo de la liquidación de sus trabajadores, que culminó con el cierre definitivo de la fundición en septiembre de 1993.

Fui uno de los últimos 55 obreros que, a puertas cerradas, estuvo trabajando algún tiempo refundiendo polvos que quedaban dispersos por la planta, y sin garantías laborales, contratos de 28 días, sueldos reducidos y nulas prestaciones…

Considero yo que, al comenzar a fallar tu corazón, inició también tu decadencia, pero ese es sólo mi parecer. Habrá quien tenga otro, pero no tengo ánimos de discutir al respecto. Es más, ya ni siquiera de articular palabra… la voz se me está quebrando por la nostalgia y los recuerdos de algo que fue y que quizás no volverá a ser…


Mañana: Palabras del corazón


DATO

Lo mismo

Era costumbre entre los niños paleteros cambiar sus productos por envases de refresco y luego venderlos un poco más caro en los expendios. Desde entonces se usa la expresión “paletas por botellas” para dar a entender que es la misma una cosa que la otra.



Ayer te lamentabas, mi querido Ávalos, de vivir sólo de recuerdos. Permíteme a mí, uno de tus hijos, unirme a ese lamento. Yo no sé lo que te pasó realmente para que hoy estés casi en el olvido, pero como avalense exiliado que soy, eso me duele tanto como a ti.

Nací en 1944, en la cuadra 3, que ya no existe, en el número 21, y como tú, mi terruño, las nostálgicas memorias de mi infancia y juventud se agolpan en mi mente y me pintan escenas que son difíciles de volver.

Evoco, por no decir que añoro, los bautizos que sábados y domingos se hacían en San José. El padrino generalmente lanzaba al aire un peso convertido en cien monedas de a centavo (que en aquellos tiempos vaya que valía), “arengado” por nuestro infantil grito de “bolo, bolo, pa’ que no salga el niño pedorro”. Luego, cada quien con sus monedas, buscábamos ganar las de los demás con emocionantes partidas de “tapadita”.

No todo fue vagancia. A fin de ayudar a mi “jefita” en el ingreso hogareño, laboré como ayudante en una panadería que existió en la también inexistente cuadra 4. No recuerdo el nombre de pila de los panaderos, pero sí los alias con los que fueron conocidos: Choco, Pifas, Chiclines, el Maistro Solís, así como al dueño de la tahona de apellido Máynez.

Tanto que me encariñé contigo, Ávalos, pero al parecer el destino no nos quería juntos. Yo llegué a estudiar parte de mi primaria en la Escuela Artículo 123, pero debido a que se volvió “exclusiva” para hijos de empleados de la fundición, mi madre, mis hermanos y yo tuvimos que emigrar al poblado cercano, Ranchería Juárez, al plantel de la Emiliano Zapata.

Y con el debido respeto, nada que ver con mi anterior institución. En vez de los baños de aquélla, nuestras necesidades las hacíamos en una fosa séptica. Hasta en el llamado a clase se notaba la diferencia, pues de la campanita de la “Artículo”, pasamos a un trozo de riel colgado en unos polines de madera que hacíamos sonar con otro pedazo de metal que hacía vibrar más nuestras manos que lo que golpeábamos.

Aun con esa situación, me las arreglaba para regresar a ti, amado Ávalos. Quizá me seducía tu tan avanzado estilo de vida que a mediados del siglo pasado, estoy de acuerdo contigo, nada le envidiaba al de la propia capital del estado.

Llegué a pelar cebolla en tu mercado, mientras que por tus calles lo mismo boleaba calzado que vendía paletas, limones y El Heraldo de la Tarde, que por aquellos años (50 y 60) comenzaron a distribuir los padres de un joven reportero al servicio de esa casa editora llamado Remigio Prado Llágunez.

En Ranchería, esta práctica fue emulada algunos años después por los hermanos Torres Rey, Abel y Humberto, quien llegó a ser líder sindical de los voceadores.

También me daba tiempo para más vagancia. En mi nuevo barrio, formamos nuestra pandilla con los hermanos Hernández, Carlos y Francisco, Ramón Flores y José Sáenz, quien se fue a Ciudad Juárez y ya no regresó.

Nuestros adversarios, entre las calles Décima, Emiliano Zapata y 16 de Septiembre eran comandados por Abel Torres, los hermanos Molina, los Dávila y los Coronados.

Pero tarde o temprano tienes que regresar a casa y poco después los rivales nos unimos para ir a Ávalos para retar a pandillas de las cuadras 27 y 33. Parecíamos los Montesco contra los Capuleto porque, no obstante nuestra rivalidad, a uno de nuestros “elementos” le gustaba la hermana de uno de nuestros “enemigos”, una jovencita llamada Graciela Ramos, después destacada activista.

La cosa de las pandillas le fue cediendo naturalmente su lugar a la madurez, el gusto por las “muchachas” y otras obligaciones que me fueron alejando de mi sitio natal. Fui enviado (podría decir que “exiliado”) a estudios superiores en la Escuela de Artes y Oficios que en aquel entonces se encontraba entre las calles Jiménez, Ramírez, Cuarta y Sexta.

Recuerdo que la condición económica en la casa no era muy desahogada, por lo que para asistir a esta institución se me dotó de una credencial que me validara un descuento en el camión de Ávalos a Chihuahua.

Y para que no tuviera que ir a comer y regresar (eran épocas de escuelas de “turno quebrado”), se me admitió en el comedor del internado de la escuela (hoy gimnasio Benito Juárez). Eso me permitía ahorrarme dos pasajes, por lo que se me hizo costumbre cargar, atada con una cadenita a la presilla de mi pantalón, una cuchara de peltre, herramienta escasa en el mencionado comedor.

Posteriormente pasé al Instituto Tecnológico de Chihuahua, donde se nos impartieron clases de español (irónicamente a cargo de una maestra con apellido japonés, Cobayashi) y matemáticas, con el maestro Fumito, llamado así por su afición al cigarro. De ahí pasábamos al taller con opciones de soldadura, electricidad, mecánica automotriz y diésel.

Me convertí en hombre, creo que de bien. Me casé con una avalense con quien tuve dos hijos que hoy son ya unos profesionistas. Nos fuimos a vivir a Chihuahua, donde también anduve de aquí para allá de un trabajo a otro.

Es en este punto de mi relato donde creo saber por qué te pasa lo que te aqueja, mi querido Ávalos. Hace ya casi 30 años yo comencé a trabajar en la fundición, el corazón que te daba vida, pero que ya entonces daba señales de mala salud.

Todo se había empezado a ir al traste desde los 70, cuando la compañía estadounidense recibió la “mexicanidad” (Asarco Mexicana). Casualidad o no, en el pueblo las cosas se empezaron a poner feas. Comenzó por ejemplo, el derrumbe de las cuadras cercanas a la planta so pretexto de alejar a la gente de una contaminación que nunca nos afectó, así le digan lo contrario a gente de Rinconada Nogales.

Fueron cayendo bajo la pica un sinnúmero de cuadras y todo lo que con ellas se construyó: cayeron sanitarios y pilas de agua comunales, y las familias afectadas por la destrucción optaron por el exilio a colonias de Chihuahua como Linss, Cuarteles y Santa Rosa.

Así comenzó la desbandada de muchas familias que se vieron fuera de la tierra que, como yo, llegaron a amar y en la cual nacieron sus hijos. Junto con las paredes de las casas, comenzó a desmoronarse un pueblo que siempre se distinguió por la unión de la gente que lo habitó por muchos años.

En las instalaciones de la planta las cosas no marcharon distinto. Con la administración mexicana, aquella se fue haciendo obsoleta por falta de mantenimiento, proveedores de materia prima emigraron a otras fundiciones y la plantilla inicial de obreros, que llegó a contarse por miles, comenzó a reducirse hasta quedar en decenas.

Yo, que estaba tan feliz por haber “regresado” a ti, Ávalos, viví la agonía de tu corazón. Me tocó ver el comienzo de la liquidación de sus trabajadores, que culminó con el cierre definitivo de la fundición en septiembre de 1993.

Fui uno de los últimos 55 obreros que, a puertas cerradas, estuvo trabajando algún tiempo refundiendo polvos que quedaban dispersos por la planta, y sin garantías laborales, contratos de 28 días, sueldos reducidos y nulas prestaciones…

Considero yo que, al comenzar a fallar tu corazón, inició también tu decadencia, pero ese es sólo mi parecer. Habrá quien tenga otro, pero no tengo ánimos de discutir al respecto. Es más, ya ni siquiera de articular palabra… la voz se me está quebrando por la nostalgia y los recuerdos de algo que fue y que quizás no volverá a ser…


Mañana: Palabras del corazón


DATO

Lo mismo

Era costumbre entre los niños paleteros cambiar sus productos por envases de refresco y luego venderlos un poco más caro en los expendios. Desde entonces se usa la expresión “paletas por botellas” para dar a entender que es la misma una cosa que la otra.



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