/ domingo 31 de marzo de 2019

Duermen a la intemperie 30 personas afuera del IMSS

El suelo por cama

Esta es la noche de un día difícil… y no precisamente el famoso tema de The Beatles.

A la preocupación que implica tener a un familiar internado en el hospital Morelos del Seguro Social, se suman las precarias condiciones con las que varias personas sobrellevan aquella situación. Drama adicional que se vive las 24 horas afuera de la institución donde la cama es el suelo y el tiempo carece de sentido.

La “toma” de las aceras próximas y cercanas a la clínica se ha convertido en una especie de obligada tradición para aquéllos que, viniendo de fuera de la ciudad, no cuentan con los recursos para pagar un hotel o al menos una estancia. O para los propios capitalinos que esperan cualquier novedad acerca de su pariente y no ven caso a irse a descansar a su casa, donde “el pendiente” no se los permitiría.

Tales espacios se tornan en áreas de residencia temporal en las cuales los involucrados cubren sus necesidades básicas de descanso, alimentación y, si las circunstancias lo permiten, de aseo. Si no, a compartir con los demás los malos olores, pero los buenos humores, porque es vital darse ánimo entre todos para hacer más llevadera la estancia.

Es difícil hacer una estimación acerca de las personas que pernoctan en la zona y prácticamente también son pacientes de la clínica, aguardando con estoicismo cualquier noticia que provenga de aquélla, sobresaltándose e interrumpiendo su incómodo descanso ante el menor movimiento dentro de la institución y que crean sea relacionado con su familiar.

Un rondín aleatorio la madrugada de este sábado permitió captar aproximadamente a 30 personas que duermen alrededor del mencionado hospital. Las escenas son variadas, pero el denominador común de las mismas es que están en el otro extremo de lo que se viviría en un hotel de cinco estrellas:

En las banquetas del propio edificio, o cruzando la calle, afuera de los locales que de día son restaurantes, la gran mayoría pernocta como sus condiciones le permiten. Unos roncando, quizá porque su pendiente es menor o ya están resignados al destino de su pariente; otros, previsores, calientitos entre cobijas.

Algunos más, sin cobertor, “hechos bolita” (no olvidar que las madrugadas de marzo aún son frescas), y otros de plano con el “ojo pelón”, como constatando, en plena Cuaresma, que no es necesario que llegue el Viernes Santo para cargar con una cruz y vivir una verdadera vía dolorosa.

Ejemplo de lo anterior es la señora Estela (no es su nombre real), quien vela por un hermano enfermo de insuficiencia renal. Alguna vez llegó a preguntarse cómo sería dormir así, a la intemperie y en una situación como la que ahora sufre en carne propia.

“Es triste. No descansa una. Por un lado hay que estar pendientes de lo que surja allá adentro, y por el otro, el frío. ¡Qué bueno que no me tocó aquella helada!”, dice, en referencia a la de febrero de 2011. “¡Pobre gente!”.

Sentada en la explanada del "Morelos", y recargada en la pared que hace una rampa, ella es de las afortunadas que sólo vela. Por las mañanas su hija, su esposo o un cuñado se turnan para relevarla, para que se vaya a descansar y asear. Por la noche ella hace lo propio con su sustituto. Triste rutina que no tiene un final definido aún. “Quién sabe cuánto tiempo vaya a ser así”, dice con incertidumbre.

Advierte que es incómodo, pero no tiene mejor opción. Y es de las privilegiadas. Hay gente que viene de fuera de la ciudad, en municipios serranos, comunidades que ni siquiera aparecen en el mapa.

E independientemente de la edad o el padecimiento de su pariente, para ellos el sufrimiento es el mismo: un estado casi sempiterno de duermevela para estar al pendiente del estado de salud de su ser querido, o alguna otra urgencia que -Dios no lo quiera- llegase a surgir.

Familias enteras que, por solidaridad o costumbre, ven en la modalidad del “carro sardina” el precio por pagar para no pernoctar al aire libre, aunque ello implique otras situaciones colaterales, como la incomodidad.

Las cuestiones de aseo personal están supeditadas a los conocidos que en la ciudad tienen los familiares de los enfermos, o al recurso que desembolsen para pagar duchas públicas, o el ingreso a un albergue. A veces surge la confianza entre huéspedes de este hotel al aire libre para que, quien vive aquí, le preste un regaderazo al que venga de allá. Para todo hay manera.

En cuanto a la alimentación, también. Los moradores de las banquetas son socorridos por los altruistas católicos o cristianos (hijos del mismo Padre a fin de cuentas), que casi todos los días, en distintos momentos, se presentan para ofrecerles un refrigerio que se agradece, pues sus recursos económicos son, a la vista, limitados.

Los guardias de la clínica son a veces aliados. Todo es que, antes de acostarse, la persona indique dónde lo hará (generalmente algo cerca y de fácil referencia) y le pida de favor le avise si surge algo con su pariente.

Otras tantas, son acérrimos enemigos. “Algunos son tan mamones que no dejan entrar ni al baño”, interrumpe la charla un señor, sin siquiera voltearse de su posición de decúbito lateral. Con ello revela uno más de los dramas que se viven fuera del hospital.

De la Policía Municipal nadie tiene queja. Contrario a la imagen que se tiene de algunos elementos que, en vez de ayudar, molestan o acosan a quien sorprenden durmiendo a la intemperie, en este caso son comprensivos de la situación y hacen rondines de vigilancia, a fin de prevenir el robo de las pertenencias de quienes duermen.

Duermen porque tal vez no les queda de otra, pues sus esperanzas y oraciones ya se agotaron. Duermen, quizá en aras de tener energías para cuando los momentos difíciles o felices se las exijan.

Duermen con la esperanza de un mañana mejor… para sus seres queridos y ellos mismos.

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La “toma” de las aceras próximas y cercanas a la clínica se ha convertido en una especie de obligada tradición para aquéllos que, viniendo de fuera de la ciudad, no cuentan con los recursos para pagar un hotel o al menos una estancia. O para los propios capitalinos que esperan cualquier novedad acerca de su pariente y no ven caso a irse a descansar a su casa, donde “el pendiente” no se los permitiría.

Tales espacios se tornan en áreas de residencia temporal en las cuales los involucrados cubren sus necesidades básicas de descanso, alimentación y, si las circunstancias lo permiten, de aseo. Si no, a compartir con los demás los malos olores, pero los buenos humores, porque es vital darse ánimo entre todos para hacer más llevadera la estancia.

Es difícil hacer una estimación acerca de las personas que pernoctan en la zona y prácticamente también son pacientes de la clínica, aguardando con estoicismo cualquier noticia que provenga de aquélla, sobresaltándose e interrumpiendo su incómodo descanso ante el menor movimiento dentro de la institución y que crean sea relacionado con su familiar.

Un rondín aleatorio la madrugada de este sábado permitió captar aproximadamente a 30 personas que duermen alrededor del mencionado hospital. Las escenas son variadas, pero el denominador común de las mismas es que están en el otro extremo de lo que se viviría en un hotel de cinco estrellas:

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“Es triste. No descansa una. Por un lado hay que estar pendientes de lo que surja allá adentro, y por el otro, el frío. ¡Qué bueno que no me tocó aquella helada!”, dice, en referencia a la de febrero de 2011. “¡Pobre gente!”.

Sentada en la explanada del "Morelos", y recargada en la pared que hace una rampa, ella es de las afortunadas que sólo vela. Por las mañanas su hija, su esposo o un cuñado se turnan para relevarla, para que se vaya a descansar y asear. Por la noche ella hace lo propio con su sustituto. Triste rutina que no tiene un final definido aún. “Quién sabe cuánto tiempo vaya a ser así”, dice con incertidumbre.

Advierte que es incómodo, pero no tiene mejor opción. Y es de las privilegiadas. Hay gente que viene de fuera de la ciudad, en municipios serranos, comunidades que ni siquiera aparecen en el mapa.

E independientemente de la edad o el padecimiento de su pariente, para ellos el sufrimiento es el mismo: un estado casi sempiterno de duermevela para estar al pendiente del estado de salud de su ser querido, o alguna otra urgencia que -Dios no lo quiera- llegase a surgir.

Familias enteras que, por solidaridad o costumbre, ven en la modalidad del “carro sardina” el precio por pagar para no pernoctar al aire libre, aunque ello implique otras situaciones colaterales, como la incomodidad.

Las cuestiones de aseo personal están supeditadas a los conocidos que en la ciudad tienen los familiares de los enfermos, o al recurso que desembolsen para pagar duchas públicas, o el ingreso a un albergue. A veces surge la confianza entre huéspedes de este hotel al aire libre para que, quien vive aquí, le preste un regaderazo al que venga de allá. Para todo hay manera.

En cuanto a la alimentación, también. Los moradores de las banquetas son socorridos por los altruistas católicos o cristianos (hijos del mismo Padre a fin de cuentas), que casi todos los días, en distintos momentos, se presentan para ofrecerles un refrigerio que se agradece, pues sus recursos económicos son, a la vista, limitados.

Los guardias de la clínica son a veces aliados. Todo es que, antes de acostarse, la persona indique dónde lo hará (generalmente algo cerca y de fácil referencia) y le pida de favor le avise si surge algo con su pariente.

Otras tantas, son acérrimos enemigos. “Algunos son tan mamones que no dejan entrar ni al baño”, interrumpe la charla un señor, sin siquiera voltearse de su posición de decúbito lateral. Con ello revela uno más de los dramas que se viven fuera del hospital.

De la Policía Municipal nadie tiene queja. Contrario a la imagen que se tiene de algunos elementos que, en vez de ayudar, molestan o acosan a quien sorprenden durmiendo a la intemperie, en este caso son comprensivos de la situación y hacen rondines de vigilancia, a fin de prevenir el robo de las pertenencias de quienes duermen.

Duermen porque tal vez no les queda de otra, pues sus esperanzas y oraciones ya se agotaron. Duermen, quizá en aras de tener energías para cuando los momentos difíciles o felices se las exijan.

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