Su nombre era Seyni Camila Cobos Medina. Con tan sólo siete años de una vida que apenas empezaba, ha sido cortada de tajo por la violencia.
Conocí de su desaparición desde el pasado miércoles, cuando por distintos medios de comunicación y redes sociales se generó una alerta que indicaba que la pequeña había sido subida a un vehículo a la fuerza. Las primeras indagatorias ya marcaban que se trataba de un vehículo del sistema “Uber” y que presuntamente el chofer había recibido amenazas para perpetrar el secuestro. A tres días de distancia, la pequeña ha sido encontrada sin vida; las investigaciones de la Fiscalía Especializada de la Mujer presentan ya al propio chofer del “Uber” como presunto responsable de su muerte.
Siguiendo los avances del caso, recordé a la pequeña Alondra María Nolasco, desaparecida también en la capital del estado. Ha transcurrido un año y dos meses de su ausencia y, sin embargo, esa huella sigue presente en mi mente.
Es casos como éstos siguen registrándose con creciente incidencia. A pesar del entramado legal que busca garantizar el cuidado y respeto a los derechos de la infancia, sigue vigente en la realidad cotidiana la fragilidad de niñas y niños que frecuentemente son víctimas de la violencia.
Y no se trata de una simple herida abierta, sino de las venas abiertas de una sociedad fragmentada, venas que garantizan la vida que debiera correr cual torrente en una comunidad que se precie de buscar estabilidad, armonía, respeto, preservación de principios y el autocuidado que asegure la supervivencia de este cuerpo social que todos conformamos.
Resulta difícil explicar hechos como éste. Entenderlo siquiera. No se trata de una víctima de la fatalidad. Tampoco del resultado de hechos surgidos de una mente trastornada que solamente porque podía arrancó de su entorno a Camila para segar sus sueños, su futuro y su vida.
Porque tampoco resulta suficiente propiciar el cuidado de cada familia en lo individual, es necesario desde luego aumentar las medidas de prevención, tanto en lo familiar como desde el papel que juega el Estado. Sin embargo, se hace necesario y urgente que como sociedad actuemos en coincidencia plena. No sólo para condenar la violencia que acaba con vidas humanas, sino para atacar de raíz este mal de indolencia que nos ha llevado a las circunstancias actuales de violencia galopante. Es tiempo de elevar nuestras manos, no sólo para señalar con índice de fuego a quien no ha hecho lo necesario, sino para dirigirlo hacia lo que cada quien desde nuestro ámbito podemos y debemos contribuir para cauterizar esas heridas abiertas y propiciar un proceso integral de saneamiento social.
Desde el DIF Estatal se ha trabajado en torno a la protección y restitución de los derechos de las niñas y los niños buscando darle vida, pero sobre todo fomentar una cultura que lleve a la práctica permanente el respeto al interés superior de la niñez. Lamentablemente hechos como éste que ahora nos sacude, nos lleva a concluir que aún tenemos un amplio trecho por recorrer. Porque antes de ser merecedores de los derechos humanos, niñas y niños en la evolución histórica han tenido que vivir un proceso de constante ajuste, aún vigente.
¿Hemos avanzado en la atención y protección de la infancia y la familia en Chihuahua? Sin duda llegamos a diversos sectores y dimensiones de bienestar mediante políticas públicas, en coordinación y con el apoyo de organizaciones de la sociedad civil, a fin de proveer servicios sociales básicos. Sin embargo, persisten desafíos en materia de cobertura y reducción de la desigualdad.
Y no se trata solamente de que no existan recursos suficientes para mermar la precariedad ahí donde existe y genera efectos en cascada a la vista de todos, sino porque un sistema de protección social con criterios de integralidad demanda la presencia de una sociedad alerta, proactiva y dispuesta a sumarse al quehacer, asumiéndole como tarea de todos.
Resulta a todas luces incuestionable la responsabilidad que el Estado asume en la conducción de política pública la atención y prevención de hechos como el que hoy enfrenta la familia de la pequeña Camila, pero la corresponsabilidad es de todos: núcleos familiares, entorno escolar, organizaciones de la sociedad civil, los distintos órdenes y esferas de Gobierno, policía, empresariado, medios de comunicación. Es momento de asumirlo. Que la muerte de Camila no sea en vano.
En la medida en que cada uno de nosotros asuma su parte proporcional de responsabilidad, estaremos en una ruta distinta, una que sí tenga porvenir. Aun cuando los hechos para la familia de Camila, de Alondra, de Rafita, y de tantas otras familias que han perdido en las garras de la violencia a algún ser querido, ya no vuelvan a ser los mismos.