/ viernes 18 de mayo de 2018

Espalditas en la peca

Tengo muy claro el recuerdo de un amigo de la infancia, quien a sus nueve años se le ocurrió pasarse toda una mañana en un hotel de Cuernavaca asoleándose en la orilla de una alberca, en la cual podía meterse a refrescar cuando el calor ya picaba su blanca epidermis, para salir después, como si fuera un lagarto, a secar el agua —que hacía las veces de pequeños vidrios de aumento— para quemarla despiadadamente.

Aquella noche fue de espanto. Quedó cubierto de quemaduras que le cubrían su piel con ampollas de diversos tamaños desde el cuello hasta los tobillos aunque, eso sí, respetando decentemente la zona de su traje de baño… ¡Qué difícil fue esa noche!

Gracias a Dios, el remedio casero que le dio un gringo a su mamá resultó efectivo: Bañar toda la piel quemada con mezcal... Sí, entendieron ustedes bien, “con mezcal” de ese que a veces lo venden con un gusano dentro de la botella. Pero fíjense bien que este párrafo comienza diciendo: “Gracias a Dios”, pues años después un médico me aclaró que este remedio pudo haber envenenado a mi amigo a través de la piel.

Desde entonces, mi amigo no tiene pecas en la espalda, sino “espalditas en la peca”. Parece pantera.

Hoy me gustaría hacer pensar en que algunas experiencias sufridas en los primeros años de vida pueden dejar secuelas imborrables tanto en el cuerpo, como en el alma de los hijos.

Leía en una revista un dato impresionante: Cuando un niño viaja sentado en el asiento delantero de un automóvil, el cual choca contra otro vehículo detenido o contra un muro, a una velocidad de apenas sesenta kilómetros por hora, el pequeño sale proyectado contra el tablero o el parabrisas con una fuerza equivalente a cuarenta y ocho veces su peso. Saquen ustedes las cuentas de lo que esto significa en cuanto al peso de sus hijos.

Aunque entre mis amigos cuento con algunos médicos cirujanos, urgenciólogos y pediatras, a los cuales —por la crisis económica, no les está yendo muy bien— no me hace ninguna ilusión que mejoren sus problemas monetarios intentando rehacer los cuerpecitos y las caritas de tantas criaturas cuyos despreocupados padres (entiéndase mamá y papá) no se toman la molestia de ponerles su cinturón de seguridad.

Tengo muy presente la respuesta de una señora, a la que sugerí que protegiera a su hijo —que viajaba de pie sobre el asiento del copiloto— quien me respondió: “Ya se lo dije, pero no quiere”. Todavía sigo sin entender esa estúpida respuesta.

Déjenme pedirles un favor: Antes de iniciar la marcha, aseguren a sus hijos, pues lo que no ha pasado en años, puede suceder en segundos.

www.padrealejandro.com


Tengo muy claro el recuerdo de un amigo de la infancia, quien a sus nueve años se le ocurrió pasarse toda una mañana en un hotel de Cuernavaca asoleándose en la orilla de una alberca, en la cual podía meterse a refrescar cuando el calor ya picaba su blanca epidermis, para salir después, como si fuera un lagarto, a secar el agua —que hacía las veces de pequeños vidrios de aumento— para quemarla despiadadamente.

Aquella noche fue de espanto. Quedó cubierto de quemaduras que le cubrían su piel con ampollas de diversos tamaños desde el cuello hasta los tobillos aunque, eso sí, respetando decentemente la zona de su traje de baño… ¡Qué difícil fue esa noche!

Gracias a Dios, el remedio casero que le dio un gringo a su mamá resultó efectivo: Bañar toda la piel quemada con mezcal... Sí, entendieron ustedes bien, “con mezcal” de ese que a veces lo venden con un gusano dentro de la botella. Pero fíjense bien que este párrafo comienza diciendo: “Gracias a Dios”, pues años después un médico me aclaró que este remedio pudo haber envenenado a mi amigo a través de la piel.

Desde entonces, mi amigo no tiene pecas en la espalda, sino “espalditas en la peca”. Parece pantera.

Hoy me gustaría hacer pensar en que algunas experiencias sufridas en los primeros años de vida pueden dejar secuelas imborrables tanto en el cuerpo, como en el alma de los hijos.

Leía en una revista un dato impresionante: Cuando un niño viaja sentado en el asiento delantero de un automóvil, el cual choca contra otro vehículo detenido o contra un muro, a una velocidad de apenas sesenta kilómetros por hora, el pequeño sale proyectado contra el tablero o el parabrisas con una fuerza equivalente a cuarenta y ocho veces su peso. Saquen ustedes las cuentas de lo que esto significa en cuanto al peso de sus hijos.

Aunque entre mis amigos cuento con algunos médicos cirujanos, urgenciólogos y pediatras, a los cuales —por la crisis económica, no les está yendo muy bien— no me hace ninguna ilusión que mejoren sus problemas monetarios intentando rehacer los cuerpecitos y las caritas de tantas criaturas cuyos despreocupados padres (entiéndase mamá y papá) no se toman la molestia de ponerles su cinturón de seguridad.

Tengo muy presente la respuesta de una señora, a la que sugerí que protegiera a su hijo —que viajaba de pie sobre el asiento del copiloto— quien me respondió: “Ya se lo dije, pero no quiere”. Todavía sigo sin entender esa estúpida respuesta.

Déjenme pedirles un favor: Antes de iniciar la marcha, aseguren a sus hijos, pues lo que no ha pasado en años, puede suceder en segundos.

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