/ sábado 7 de marzo de 2020

El amor en tiempos del coronavirus

El coronavirus sigue siendo tema de conversación. Tópico de la semana, y quizá ya de varias semanas, no ha dejado de ser “viral” (y un microorganismo como ése estaría orgulloso de serlo)

El coronavirus sigue siendo tema de conversación. Tópico de la semana, y quizá ya de varias semanas, no ha dejado de ser “viral” (y un microorganismo como ése estaría orgulloso de serlo). Como Aníbal al acercarse a las puertas de Roma, la sola mención de ese microscópico ente ha ido poniendo en alerta a la población al grado incluso de afectar hasta los noviazgos más de lo que lo haría la doble palomita azul del WhatsApp.

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Ella y él, jóvenes, eran el ejemplo perfecto. Como muchos mexicanos, se encargaron de dejar sin cubrebocas a las farmacias en menos tiempo de lo que quizá le tomó a Baltasar Garzón le tomó aceptar la defensa de Emilio Lozoya.

Tal desabasto obedeció a las recomendaciones para protegerse de un posible contagio del “bicho”. Ellos eran tan obedientes como el promedio de sus paisanos, que tomaron a rajatabla aquello de evitar saludos de mano, abrazos y hasta besos, por lo que optaron incluso por limitarse a demostrarse afecto en público con “piquitos” con la trompa cubierta por la ya muy famosa mascarilla quirúrgica.

Religiosos “estándar”, decidieron no entrar en polémicas acerca de si era propio o no recibir el sacramento de la comunión en la mano (difícilmente ponían atención a la predicación del presbítero, menos iban a ahondar en otros asuntos). La aceptaron y ya… luego de ofrendar con esas mismas manos un dinero que quién sabe por cuántas manos pasó.

Luego de cumplir con sus obligaciones religiosas, y luciendo el cubrebocas como cualquier político lo haría con acciones difíciles de comprobar, los tortolitos salieron del templo, eso sí, sin tomarse de la mano. Era un día de esos espléndido, en los que al parecer el invierno se había tomado un descanso.

Tanto, que hasta se antojaba un boli. Casual, fuera del inmueble se encontraba un vendedor, quien, con las consabidas medidas de asepsia atendió a sus clientes: pasando de manera religiosa el trapito para limpiar el producto… como ya lo había hecho decenas de veces antes en ese día.

La pareja siguió su caminata, encontrándose por casualidad un paraje que se les antojó para una selfie, misma que se tomaron con uno de sus celulares, a cual más lleno de gérmenes por su constante uso y su esporádica higiene.

Como a ninguno de los dos se les antojaba cocinar ese día, antes de tomar el autobús que los acercaría a su “depa” decidieron llegar a un puesto callejero de carnitas de las que eran comensales frecuentes.

Quizá el smog de los vehículos que pasaban por ahí le daba al puerco su peculiar sabor, o tal vez ello se debía al nada confiable proceso de cocción que previamente llevaba a cabo el vendedor. Pidieron medio kilo y corrieron a alcanzar el autobús.

Pensaron que se verían raros con el tapabocas en el transporte público, pero la estampa a esas alturas de la alerta ya era tan normal como agarrarse de los tubos del camión para después hurgarse la nariz o usar los dedos a manera de mondadientes.

En camino a casa, la plática giró en torno a la epidemia que parecía tan lejana como cualquier diputado de su distrito. Ella manifestaba su temor por que la enfermedad se convirtiera en algo en verdad global.

Él entre tanto, calificaba con aires de autosuficiencia las noticias de patrañas, cortinas de humo más elaboradas que la del avión presidencial y hasta conspiraciones de los grandes complejos farmacéuticos para impulsar sus ventas… eso sí, sin descubrirse la boca. “Más vale prevenir”, aseguró.

Por fin llegaron a casa. Moviendo su cola con energía, “Hachi”, su perro, se abalanzó sobre ellos para darles la bienvenida, cubriéndolos de cariñosas lamidas con una lengua que vayan ustedes a saber dónde se había posado antes.

Los jóvenes sólo removieron sus mascarillas para comer. Cumplido el trámite, jugaron un volado para ver quién lavaba los trastes. Él perdió, y ella le recordó que, atendiendo a las indicaciones sanitarias que para entonces ya saturaban la red y su origen no se conocía, limpiara los cacharros con abundante cloro que, sin saberlo, les corroería imperceptiblemente las entrañas en una especie de lenta agonía.

Ella se quedó mirándolo. Se veía tan sexy realizando esa faena que, ahí mismo se le antojó un “postrecito”. ¿Por qué no? se preguntó. En ese lugar del departamento no lo habían hecho, y sería interesante hacerlo sin quitarse la mascarilla.

Empezó los arrumacos correspondientes. Él, haciendo acopio de fortaleza, se resistió argumentando que, luego de dejar vacía la farmacia de medidas contra el coronavirus, había olvidado comprar protección.

“No importa”, dijo ella cediendo a la tentación. “Nos la jugamos. Total, ¿qué puede pasar?”.

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Ella y él, jóvenes, eran el ejemplo perfecto. Como muchos mexicanos, se encargaron de dejar sin cubrebocas a las farmacias en menos tiempo de lo que quizá le tomó a Baltasar Garzón le tomó aceptar la defensa de Emilio Lozoya.

Tal desabasto obedeció a las recomendaciones para protegerse de un posible contagio del “bicho”. Ellos eran tan obedientes como el promedio de sus paisanos, que tomaron a rajatabla aquello de evitar saludos de mano, abrazos y hasta besos, por lo que optaron incluso por limitarse a demostrarse afecto en público con “piquitos” con la trompa cubierta por la ya muy famosa mascarilla quirúrgica.

Religiosos “estándar”, decidieron no entrar en polémicas acerca de si era propio o no recibir el sacramento de la comunión en la mano (difícilmente ponían atención a la predicación del presbítero, menos iban a ahondar en otros asuntos). La aceptaron y ya… luego de ofrendar con esas mismas manos un dinero que quién sabe por cuántas manos pasó.

Luego de cumplir con sus obligaciones religiosas, y luciendo el cubrebocas como cualquier político lo haría con acciones difíciles de comprobar, los tortolitos salieron del templo, eso sí, sin tomarse de la mano. Era un día de esos espléndido, en los que al parecer el invierno se había tomado un descanso.

Tanto, que hasta se antojaba un boli. Casual, fuera del inmueble se encontraba un vendedor, quien, con las consabidas medidas de asepsia atendió a sus clientes: pasando de manera religiosa el trapito para limpiar el producto… como ya lo había hecho decenas de veces antes en ese día.

La pareja siguió su caminata, encontrándose por casualidad un paraje que se les antojó para una selfie, misma que se tomaron con uno de sus celulares, a cual más lleno de gérmenes por su constante uso y su esporádica higiene.

Como a ninguno de los dos se les antojaba cocinar ese día, antes de tomar el autobús que los acercaría a su “depa” decidieron llegar a un puesto callejero de carnitas de las que eran comensales frecuentes.

Quizá el smog de los vehículos que pasaban por ahí le daba al puerco su peculiar sabor, o tal vez ello se debía al nada confiable proceso de cocción que previamente llevaba a cabo el vendedor. Pidieron medio kilo y corrieron a alcanzar el autobús.

Pensaron que se verían raros con el tapabocas en el transporte público, pero la estampa a esas alturas de la alerta ya era tan normal como agarrarse de los tubos del camión para después hurgarse la nariz o usar los dedos a manera de mondadientes.

En camino a casa, la plática giró en torno a la epidemia que parecía tan lejana como cualquier diputado de su distrito. Ella manifestaba su temor por que la enfermedad se convirtiera en algo en verdad global.

Él entre tanto, calificaba con aires de autosuficiencia las noticias de patrañas, cortinas de humo más elaboradas que la del avión presidencial y hasta conspiraciones de los grandes complejos farmacéuticos para impulsar sus ventas… eso sí, sin descubrirse la boca. “Más vale prevenir”, aseguró.

Por fin llegaron a casa. Moviendo su cola con energía, “Hachi”, su perro, se abalanzó sobre ellos para darles la bienvenida, cubriéndolos de cariñosas lamidas con una lengua que vayan ustedes a saber dónde se había posado antes.

Los jóvenes sólo removieron sus mascarillas para comer. Cumplido el trámite, jugaron un volado para ver quién lavaba los trastes. Él perdió, y ella le recordó que, atendiendo a las indicaciones sanitarias que para entonces ya saturaban la red y su origen no se conocía, limpiara los cacharros con abundante cloro que, sin saberlo, les corroería imperceptiblemente las entrañas en una especie de lenta agonía.

Ella se quedó mirándolo. Se veía tan sexy realizando esa faena que, ahí mismo se le antojó un “postrecito”. ¿Por qué no? se preguntó. En ese lugar del departamento no lo habían hecho, y sería interesante hacerlo sin quitarse la mascarilla.

Empezó los arrumacos correspondientes. Él, haciendo acopio de fortaleza, se resistió argumentando que, luego de dejar vacía la farmacia de medidas contra el coronavirus, había olvidado comprar protección.

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