/ viernes 12 de octubre de 2018

El enfermero asesino (parte III)

Crónica ganadora del XIV Estatal de Periodismo "José Vaconcelos" organizado por el Foro de Periodistas de Chihuahua

En cuanto el enfermero salió ya no de su casa, sino de su ángulo visual, Gazolaz se dirigió lo más rápido que pudo (tampoco era cosa de agitarse, por su corazón) a la habitación de Carey. La encontró dormida… o eso parecía.

Pensó en ponerle un espejo casi pegado a su nariz, como se hace en las películas, para comprobar que respiraba cuando abrió los ojos. Suspiró con alivio, aunque este disminuyó cuando comenzó a hablar de asuntos domésticos.

“No sé con qué intención entraste a mi recámara”, le dijo en un tono entre bromista y somnoliento, “pero antes de que vayas a propasarte conmigo, debemos hablar de asuntos concernientes a la administración de esta casa. Específicamente, de los honorarios de quien nos ha cuidado. Ya cumplió un mes entre nosotros”.

Los malos pensamientos del hombre regresaron. ¿No serían 30 días suficientes como para confiar en alguien y bajar la guardia? ¿Acaso el enfermero acusado de los homicidios dispuso de un tiempo similar para “ganarse” a sus presuntas víctimas?

Su paranoia aumentó con cada revelación de su mujer: su empleado, trabajador del seguro, había añorado por meses un trabajo extra por lar tardes. Hizo algunas “chambitas” entre diciembre y enero, pero fueron cosa de días e incluso hacía pocas jornadas alguien le había invitado a trabajar para otra familia cerca de ahí.


“Pero finalmente se quedó para ayudarnos”, completó Carey. “¿No es una suerte que nos hayamos encontrado a un empleado tan leal, querido? Cierto que me la jugué al no pedirle referencias, pero el tiempo me ha dado la razón…”

“Completamente, querida”, atinó a contestar el esposo, ausente en sus propias telarañas mentales. Le parecía que esas “chambitas” a las que se refería las había realizado en complicidad con el acusado y que, de un momento a otro, su mujer o él mismo, o ambos, serían los protagonistas de una nota roja.

Pensó en su corazón. Estaba delicado, pero no lo suficiente para necesitar un trasplante. Pero, ¿y si había sido “elegido” como “proveedor” de otro órgano? ¿O su cónyuge, que estaba más sana? Sus conjeturas comenzaron a espantarlo.

No le dijo nada a ella, y antes de desearle una buena noche, se limitó a prometerle que por la mañana expediría el cheque para el enfermero… y prometerse a sí mismo que a partir de ese momento, estaría muy alerta a cualquier movimiento u objeto sospechoso que encontrara por su casa.

***


En cuanto amaneció, apenas se dio tiempo para tomar el medicamento que lo “cardio protegía” y, mientras esperaba la llegada de su socio, se “desayunó” las páginas de El Heraldo que hablaban sobre el caso del enfermero acusado. Debía empaparse de él, desmenuzar la psicología de un personaje cuyas características podrían replicarse en su propio hogar, en un compañero de profesión de aquel.

Así, se enteró que Jorge Ceballos era descrito por sus conocidos como una persona con mucha labia, facilidad para crear amistades (misma que, se presumía, utilizaba para crear un vínculo de confianza con sus víctimas) y que presumía de sus pertenencias personales.

De cuatro años a la fecha comenzó a usar joyería ostentosa, ropa de marca y no escatimaba en presentar sus lujosos vehículos, de los cuales le conocieron un Chevrolet Camaro, una camioneta Hummer, un Dodge Challenger, una motocicleta, un Volkswagen Beetle rojo y una Suburban negra. Sus propios compañeros comentaron que esos lujos no empatan con el sueldo de un enfermero auxiliar.

Continuó devorando las noticias al respecto. La edición que tomó, de un día anterior, manejaba el decomiso de cinco vehículos, así como que en un par de días el acusado tendría una audiencia de vinculación y que, por lo pronto, estaría 12 meses tras las rejas.

Posteriormente, tomó el ejemplar del día, para enterarse de que el enfermero tenía credenciales de las víctimas. Que, como resultado del cateo realizado junto con su arresto, en su casa había sido encontrada papelería oficial del IMSS, así como documentos personales de aquellas, supuestamente aspirantes a plazas.

En ese sentido, la Fiscalía General del Estado llamó a declarar a familiares de víctimas de dos homicidios (Laura Soto y el de Hazael Díaz Jáquez) en los que aparecía involucrado Ceballos, quien de acuerdo con la investigación, no actuó solo, sino que tenía un cómplice.

Justo al llegar a esa parte de la lectura, desde la estancia de su casa escuchó muy distorsionada, la voz del enfermero. Ese día descansaba en su otro trabajo, de manera que se arregló con Carey de cubrir toda la jornada a cambio de un ingreso extra. Escuchó cómo su mujer lo recibía con gusto, y frunció la boca con algo de enfado y temor por la coincidencia.


Continuó su lectura. Además de copias de identificaciones y otros documentos de Soto y Díaz, de papelería oficial y sellos del IMSS, estados de cuenta de tarjetas bancarias de Ceballos y algunos registros que el enfermero llevaba, en el domicilio cateado se encontraron también las de otras personas a las que presumiblemente había ofrecido una plaza en el Instituto, por lo que se investigaba si existían más crímenes ligados.

También trascendió que, semanas atrás, la delegación Chihuahua del IMSS había presentado una denuncia en contra del empleado Jorge Alberto Ceballos por el presunto delito de falsificación de documentos oficiales del IMSS.

De pronto, Gazolaz lo recordó. ¿Dónde estaba su propia credencial para votar? Aún con El Heraldo en la mano, salió disparado de su habitación, ya pensando en que el intruso había sustraído la identificación de sus pertenencias.

En su camino se encontró el lugar donde se apilaban los periódicos viejos, a fin de reciclarlos, pero al añadir el que llevaba se dio cuenta de algo que le oprimió el pecho (un síntoma más de infarto): en los otros ejemplares, faltaban todas las páginas relacionadas con los crímenes y Jorge Ceballos… se notaba a leguas que fueron religiosamente separadas.

Aquello ya era el colmo del cinismo. Además de fraguar un futuro crimen, su enfermero protegía a su colega, como para que él, dueño de la casa, no pudiera enterarse de nada. Pero iba un paso adelante y en ese mismo momento lo enfrentaría.

Su veloz caminata frenó de repente al encontrarse en un pasillo de la casa con su mujer y su socio platicando con expresión seria. No pudo saber el tema, porque cuando se percataron de su presencia guardaron silencio de inmediato. Sólo alcanzó a escuchar a Mollinedo:

“El médico fue muy claro. Cualquier emoción fuerte puede matarlo…”

Gazolaz se hizo el desentendido, pero Carey lo conocía demasiado bien, y le preguntó a qué se debía tanta agitación. Él no le podía decir que había un asesino en casa, porque no tenía elementos suficientes, así que pretextó sobre el paradero de su credencial para votar.

“Yo la tengo, querido. Tú me la diste desde el domingo saliendo de la casilla, temeroso de perderla”.

Él no recordaba el episodio, pero dado el manojo de nervios en que se había convertido, debía haber sido así. Así que contuvo su delirio, aunque luego que despachó a su socio dedicó el resto de la jornada a vigilar discretamente al enfermero desde un sillón de su sala.

Y como el que busca encuentra, en una de tantas pasadas de aquel no pudo evitar observar cómo en su pecho se distinguía una figura dorada colgando de una cadena de la misma tonalidad. Parecía de oro, aunque bien podría ser chapa. No, definitivamente era algo ostentoso. Algo que no podía comprar con sus ingresos.

***

Con un toque suave, el enfermero despertó a Gazolaz, quien se había quedado dormido en el sillón entre cavilaciones. Con amabilidad, aquel le recordó lo de su medicamento para el corazón y le extendió la publicación de El Heraldo, bromeando acerca de que las noticias ya eran viejas, pues la jornada estaba por acabarse. ¡Tanto había dormido!

En lo que el tipo de despedía de su mujer pudo enterarse que el acusado había sido relacionado con el crimen del expolicía Jonathan González Gutiérrez, un empleado del IMSS que había pedido permiso, sin perder su plaza, para enlistarse como agente.

El joven pretendía renunciar para regresar a su antiguo trabajo, pero fue asesinado de un balazo en la cabeza en la colonia Ignacio Allende el 4 de enero de este año, cuando bajaba de su automóvil. Un crimen con similitudes a los otros casos que integraban las pesquisas.

Asimismo, se señalaba que la esposa de Ceballos, Lizeth Campuzano Sánchez, también era investigada por la Fiscalía General del Estado, ya que diversos testimonios, la ubicaban como intermediaria entre su marido y personas que lo buscaban para tratar de obtener una plaza en el Instituto Mexicano del Seguro Social.

Se le heló la sangre cuando leyó su peor pesadilla convertida en nota: un arma calibre 9 milímetros unía los asesinatos de Hazael Díaz, Laura Soto así como la masacre de la familia Romero Armendáriz. Este tipo de arma, de uso exclusivo del Ejército era exactamente como la que él había soñado en días anteriores.

El ruido de un potente motor lo devolvió a la realidad. Tuvo un presentimiento y se dirigió lo más rápido que pudo, sólo para ver algo que hubiera preferido ignorar. De la acera de su casa partía un vehículo de lujo.

Y su enfermero iba al volante.


En cuanto el enfermero salió ya no de su casa, sino de su ángulo visual, Gazolaz se dirigió lo más rápido que pudo (tampoco era cosa de agitarse, por su corazón) a la habitación de Carey. La encontró dormida… o eso parecía.

Pensó en ponerle un espejo casi pegado a su nariz, como se hace en las películas, para comprobar que respiraba cuando abrió los ojos. Suspiró con alivio, aunque este disminuyó cuando comenzó a hablar de asuntos domésticos.

“No sé con qué intención entraste a mi recámara”, le dijo en un tono entre bromista y somnoliento, “pero antes de que vayas a propasarte conmigo, debemos hablar de asuntos concernientes a la administración de esta casa. Específicamente, de los honorarios de quien nos ha cuidado. Ya cumplió un mes entre nosotros”.

Los malos pensamientos del hombre regresaron. ¿No serían 30 días suficientes como para confiar en alguien y bajar la guardia? ¿Acaso el enfermero acusado de los homicidios dispuso de un tiempo similar para “ganarse” a sus presuntas víctimas?

Su paranoia aumentó con cada revelación de su mujer: su empleado, trabajador del seguro, había añorado por meses un trabajo extra por lar tardes. Hizo algunas “chambitas” entre diciembre y enero, pero fueron cosa de días e incluso hacía pocas jornadas alguien le había invitado a trabajar para otra familia cerca de ahí.


“Pero finalmente se quedó para ayudarnos”, completó Carey. “¿No es una suerte que nos hayamos encontrado a un empleado tan leal, querido? Cierto que me la jugué al no pedirle referencias, pero el tiempo me ha dado la razón…”

“Completamente, querida”, atinó a contestar el esposo, ausente en sus propias telarañas mentales. Le parecía que esas “chambitas” a las que se refería las había realizado en complicidad con el acusado y que, de un momento a otro, su mujer o él mismo, o ambos, serían los protagonistas de una nota roja.

Pensó en su corazón. Estaba delicado, pero no lo suficiente para necesitar un trasplante. Pero, ¿y si había sido “elegido” como “proveedor” de otro órgano? ¿O su cónyuge, que estaba más sana? Sus conjeturas comenzaron a espantarlo.

No le dijo nada a ella, y antes de desearle una buena noche, se limitó a prometerle que por la mañana expediría el cheque para el enfermero… y prometerse a sí mismo que a partir de ese momento, estaría muy alerta a cualquier movimiento u objeto sospechoso que encontrara por su casa.

***


En cuanto amaneció, apenas se dio tiempo para tomar el medicamento que lo “cardio protegía” y, mientras esperaba la llegada de su socio, se “desayunó” las páginas de El Heraldo que hablaban sobre el caso del enfermero acusado. Debía empaparse de él, desmenuzar la psicología de un personaje cuyas características podrían replicarse en su propio hogar, en un compañero de profesión de aquel.

Así, se enteró que Jorge Ceballos era descrito por sus conocidos como una persona con mucha labia, facilidad para crear amistades (misma que, se presumía, utilizaba para crear un vínculo de confianza con sus víctimas) y que presumía de sus pertenencias personales.

De cuatro años a la fecha comenzó a usar joyería ostentosa, ropa de marca y no escatimaba en presentar sus lujosos vehículos, de los cuales le conocieron un Chevrolet Camaro, una camioneta Hummer, un Dodge Challenger, una motocicleta, un Volkswagen Beetle rojo y una Suburban negra. Sus propios compañeros comentaron que esos lujos no empatan con el sueldo de un enfermero auxiliar.

Continuó devorando las noticias al respecto. La edición que tomó, de un día anterior, manejaba el decomiso de cinco vehículos, así como que en un par de días el acusado tendría una audiencia de vinculación y que, por lo pronto, estaría 12 meses tras las rejas.

Posteriormente, tomó el ejemplar del día, para enterarse de que el enfermero tenía credenciales de las víctimas. Que, como resultado del cateo realizado junto con su arresto, en su casa había sido encontrada papelería oficial del IMSS, así como documentos personales de aquellas, supuestamente aspirantes a plazas.

En ese sentido, la Fiscalía General del Estado llamó a declarar a familiares de víctimas de dos homicidios (Laura Soto y el de Hazael Díaz Jáquez) en los que aparecía involucrado Ceballos, quien de acuerdo con la investigación, no actuó solo, sino que tenía un cómplice.

Justo al llegar a esa parte de la lectura, desde la estancia de su casa escuchó muy distorsionada, la voz del enfermero. Ese día descansaba en su otro trabajo, de manera que se arregló con Carey de cubrir toda la jornada a cambio de un ingreso extra. Escuchó cómo su mujer lo recibía con gusto, y frunció la boca con algo de enfado y temor por la coincidencia.


Continuó su lectura. Además de copias de identificaciones y otros documentos de Soto y Díaz, de papelería oficial y sellos del IMSS, estados de cuenta de tarjetas bancarias de Ceballos y algunos registros que el enfermero llevaba, en el domicilio cateado se encontraron también las de otras personas a las que presumiblemente había ofrecido una plaza en el Instituto, por lo que se investigaba si existían más crímenes ligados.

También trascendió que, semanas atrás, la delegación Chihuahua del IMSS había presentado una denuncia en contra del empleado Jorge Alberto Ceballos por el presunto delito de falsificación de documentos oficiales del IMSS.

De pronto, Gazolaz lo recordó. ¿Dónde estaba su propia credencial para votar? Aún con El Heraldo en la mano, salió disparado de su habitación, ya pensando en que el intruso había sustraído la identificación de sus pertenencias.

En su camino se encontró el lugar donde se apilaban los periódicos viejos, a fin de reciclarlos, pero al añadir el que llevaba se dio cuenta de algo que le oprimió el pecho (un síntoma más de infarto): en los otros ejemplares, faltaban todas las páginas relacionadas con los crímenes y Jorge Ceballos… se notaba a leguas que fueron religiosamente separadas.

Aquello ya era el colmo del cinismo. Además de fraguar un futuro crimen, su enfermero protegía a su colega, como para que él, dueño de la casa, no pudiera enterarse de nada. Pero iba un paso adelante y en ese mismo momento lo enfrentaría.

Su veloz caminata frenó de repente al encontrarse en un pasillo de la casa con su mujer y su socio platicando con expresión seria. No pudo saber el tema, porque cuando se percataron de su presencia guardaron silencio de inmediato. Sólo alcanzó a escuchar a Mollinedo:

“El médico fue muy claro. Cualquier emoción fuerte puede matarlo…”

Gazolaz se hizo el desentendido, pero Carey lo conocía demasiado bien, y le preguntó a qué se debía tanta agitación. Él no le podía decir que había un asesino en casa, porque no tenía elementos suficientes, así que pretextó sobre el paradero de su credencial para votar.

“Yo la tengo, querido. Tú me la diste desde el domingo saliendo de la casilla, temeroso de perderla”.

Él no recordaba el episodio, pero dado el manojo de nervios en que se había convertido, debía haber sido así. Así que contuvo su delirio, aunque luego que despachó a su socio dedicó el resto de la jornada a vigilar discretamente al enfermero desde un sillón de su sala.

Y como el que busca encuentra, en una de tantas pasadas de aquel no pudo evitar observar cómo en su pecho se distinguía una figura dorada colgando de una cadena de la misma tonalidad. Parecía de oro, aunque bien podría ser chapa. No, definitivamente era algo ostentoso. Algo que no podía comprar con sus ingresos.

***

Con un toque suave, el enfermero despertó a Gazolaz, quien se había quedado dormido en el sillón entre cavilaciones. Con amabilidad, aquel le recordó lo de su medicamento para el corazón y le extendió la publicación de El Heraldo, bromeando acerca de que las noticias ya eran viejas, pues la jornada estaba por acabarse. ¡Tanto había dormido!

En lo que el tipo de despedía de su mujer pudo enterarse que el acusado había sido relacionado con el crimen del expolicía Jonathan González Gutiérrez, un empleado del IMSS que había pedido permiso, sin perder su plaza, para enlistarse como agente.

El joven pretendía renunciar para regresar a su antiguo trabajo, pero fue asesinado de un balazo en la cabeza en la colonia Ignacio Allende el 4 de enero de este año, cuando bajaba de su automóvil. Un crimen con similitudes a los otros casos que integraban las pesquisas.

Asimismo, se señalaba que la esposa de Ceballos, Lizeth Campuzano Sánchez, también era investigada por la Fiscalía General del Estado, ya que diversos testimonios, la ubicaban como intermediaria entre su marido y personas que lo buscaban para tratar de obtener una plaza en el Instituto Mexicano del Seguro Social.

Se le heló la sangre cuando leyó su peor pesadilla convertida en nota: un arma calibre 9 milímetros unía los asesinatos de Hazael Díaz, Laura Soto así como la masacre de la familia Romero Armendáriz. Este tipo de arma, de uso exclusivo del Ejército era exactamente como la que él había soñado en días anteriores.

El ruido de un potente motor lo devolvió a la realidad. Tuvo un presentimiento y se dirigió lo más rápido que pudo, sólo para ver algo que hubiera preferido ignorar. De la acera de su casa partía un vehículo de lujo.

Y su enfermero iba al volante.


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