/ viernes 15 de febrero de 2019

Telégrafo la "red social" de otra época

14 de febrero, día del telefrafista

“Ven, querido nieto. Siéntate un ratito a mi lado y préstame un poco de tu atención para contarte un par de cosas que quizá no sepas: la primera, que ayer fue Día del Telegrafista, además del Día del Amor y la Amistad y… ¿qué haces? Ah, estás texteando con tu novia”.

El jubilado empleado de Telégrafos, en su tiempo todo un as en descifrar el código Morse, suspiró un tanto decepcionado. Al ver al hijo de su hijo ensimismado en su moderno teléfono celular, se sintió tan obsoleto como el aparato que otrora marcó un hito en eso de la comunicación entre personas en distancias lejanas.

“Recuerdo que sólo bastaba poner el índice sobre la leva para empezar a escribir…” se volvió a detener, pues el joven no dejaba descansar a sus pulgares, tecleando con una velocidad que haría palidecer a cualquier mecanógrafa.

“¿Te parece que tu aparato hace maravillas?”, intentó el anciano “atacar” por otro flanco. “Pues déjame decirte que el telégrafo fue el WhatsApp de mis tiempos. Y no sólo era un simple intercambio de palabras, pues hasta dinero podías enviar a través de él”, añadió, en referencia a los hoy extintos giros telegráficos.

“Espera, abuelo. En un momento te atiendo”, señaló el nieto, sin siquiera despegar los ojos de su aparato. “Estoy enviándole una foto, una canción con un audio de dedicatoria y un gif de alguien abriendo su corazón a mi novia. ¿Qué no ves que dejé pasar una fecha tan importante como ayer?”

El viejo no sabía por qué sentirse más impactado: si por el proporcionalmente geométrico avance de la tecnología, por el pobre tipo ese del “Dif” que mostraba su víscera cardiaca o por la olímpica ignorancia de su nieto, no sólo a él, sino por la fecha que se celebraba en conjunto con la de los enamorados.

“Si me hicieras caso, sabrías que, gracias al telégrafo, pude conocer a colegas de otras estaciones, incluso de lugares del otro lado del mundo. Nos escribíamos mucho en nuestros ratos libres, y aunque muchos no nos conocimos físicamente, aquello fue algo como establecer una primera red social que tanto mientan ahora ustedes los jóvenes”, insistió.

En esta ocasión, el joven sí contestó algo, pero su expresión le sonó inentendible. Se volvió a desilusionar cuando descubrió que obviamente no le hablaba a él, sino a la nena sueca con quien en ese momento sostenía una videoconferencia.

Apenado, guardó silencio, y con nostalgia recordó sus tiempos de telegrafista, cuando su labor era muy solicitada por los usuarios y al menos había una persona que por lo menos se acordaba de celebrar su día.

Entonces era el rey de las conversaciones y recordó, por ejemplo, la que su propio abuelo le platicó que sostuvieron en una ocasión Francisco Villa y Venustiano Carraza. Tan fluida, que mal acababa de enviar un mensaje uno, cuando ya estaba recibiendo la respuesta del otro.

Evocó algunos que envió o recibió él mismo, tan simples pero tan indispensables como la necesidad de comunicar las palabras: “Hinchazón María no es tumor. No dejen salir Pancracio del rancho”, o más breve, como “te lo dije”.

En ese sentido, comprendía al joven que tenía enfrente, tan clavado como él en su momento estuvo con los puntos y las rayas, enviando también mensajes de igual rapidez y sencillez, algunos hasta en clave propia. “Holigüis”, decía uno; “¿cómo tacos?”, decía otro; “Yo, vientos, ¿y tunas?”, uno más.

Pensó en el cableado que llegó a requerir el telégrafo, y cómo ahora, cual si fuera magia, se podían enviar cartas enteras a una velocidad inmediata. Cierto, en cuestiones de comunicación, ambas podían ser instantáneas y fluidas, pero las generaciones de hoy no podrían entender ese valor, pues sus métodos y aparatos son mucho más eficientes y sin tantos problemas.

Como en sus tiempos de telegrafista, el mundo se seguía comunicando con las situaciones que pasan en otro lado, aunque este lugar se encuentre a gran distancia. La comunicación entre parientes o personas que están en otra ciudad o país seguía llegando rápido, aunque de innegable mejor calidad, no restringida a mensajes cuyo costo era elevado por palabra.

Entonces ya no dijo nada. Se guardó sus palabras como alguna vez quienes enviaban debían guardarse los artículos y preposiciones, a fin de ahorrarse unos cuantos pesos. Su ahorro consistiría en penas.

“Listo, abuelo. ¿Qué me decías?”, el joven por fin guardó su celular.

“Sigue texteando, hijo. Yo prefiero seguir en el recuerdo”.

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“Ven, querido nieto. Siéntate un ratito a mi lado y préstame un poco de tu atención para contarte un par de cosas que quizá no sepas: la primera, que ayer fue Día del Telegrafista, además del Día del Amor y la Amistad y… ¿qué haces? Ah, estás texteando con tu novia”.

El jubilado empleado de Telégrafos, en su tiempo todo un as en descifrar el código Morse, suspiró un tanto decepcionado. Al ver al hijo de su hijo ensimismado en su moderno teléfono celular, se sintió tan obsoleto como el aparato que otrora marcó un hito en eso de la comunicación entre personas en distancias lejanas.

“Recuerdo que sólo bastaba poner el índice sobre la leva para empezar a escribir…” se volvió a detener, pues el joven no dejaba descansar a sus pulgares, tecleando con una velocidad que haría palidecer a cualquier mecanógrafa.

“¿Te parece que tu aparato hace maravillas?”, intentó el anciano “atacar” por otro flanco. “Pues déjame decirte que el telégrafo fue el WhatsApp de mis tiempos. Y no sólo era un simple intercambio de palabras, pues hasta dinero podías enviar a través de él”, añadió, en referencia a los hoy extintos giros telegráficos.

“Espera, abuelo. En un momento te atiendo”, señaló el nieto, sin siquiera despegar los ojos de su aparato. “Estoy enviándole una foto, una canción con un audio de dedicatoria y un gif de alguien abriendo su corazón a mi novia. ¿Qué no ves que dejé pasar una fecha tan importante como ayer?”

El viejo no sabía por qué sentirse más impactado: si por el proporcionalmente geométrico avance de la tecnología, por el pobre tipo ese del “Dif” que mostraba su víscera cardiaca o por la olímpica ignorancia de su nieto, no sólo a él, sino por la fecha que se celebraba en conjunto con la de los enamorados.

“Si me hicieras caso, sabrías que, gracias al telégrafo, pude conocer a colegas de otras estaciones, incluso de lugares del otro lado del mundo. Nos escribíamos mucho en nuestros ratos libres, y aunque muchos no nos conocimos físicamente, aquello fue algo como establecer una primera red social que tanto mientan ahora ustedes los jóvenes”, insistió.

En esta ocasión, el joven sí contestó algo, pero su expresión le sonó inentendible. Se volvió a desilusionar cuando descubrió que obviamente no le hablaba a él, sino a la nena sueca con quien en ese momento sostenía una videoconferencia.

Apenado, guardó silencio, y con nostalgia recordó sus tiempos de telegrafista, cuando su labor era muy solicitada por los usuarios y al menos había una persona que por lo menos se acordaba de celebrar su día.

Entonces era el rey de las conversaciones y recordó, por ejemplo, la que su propio abuelo le platicó que sostuvieron en una ocasión Francisco Villa y Venustiano Carraza. Tan fluida, que mal acababa de enviar un mensaje uno, cuando ya estaba recibiendo la respuesta del otro.

Evocó algunos que envió o recibió él mismo, tan simples pero tan indispensables como la necesidad de comunicar las palabras: “Hinchazón María no es tumor. No dejen salir Pancracio del rancho”, o más breve, como “te lo dije”.

En ese sentido, comprendía al joven que tenía enfrente, tan clavado como él en su momento estuvo con los puntos y las rayas, enviando también mensajes de igual rapidez y sencillez, algunos hasta en clave propia. “Holigüis”, decía uno; “¿cómo tacos?”, decía otro; “Yo, vientos, ¿y tunas?”, uno más.

Pensó en el cableado que llegó a requerir el telégrafo, y cómo ahora, cual si fuera magia, se podían enviar cartas enteras a una velocidad inmediata. Cierto, en cuestiones de comunicación, ambas podían ser instantáneas y fluidas, pero las generaciones de hoy no podrían entender ese valor, pues sus métodos y aparatos son mucho más eficientes y sin tantos problemas.

Como en sus tiempos de telegrafista, el mundo se seguía comunicando con las situaciones que pasan en otro lado, aunque este lugar se encuentre a gran distancia. La comunicación entre parientes o personas que están en otra ciudad o país seguía llegando rápido, aunque de innegable mejor calidad, no restringida a mensajes cuyo costo era elevado por palabra.

Entonces ya no dijo nada. Se guardó sus palabras como alguna vez quienes enviaban debían guardarse los artículos y preposiciones, a fin de ahorrarse unos cuantos pesos. Su ahorro consistiría en penas.

“Listo, abuelo. ¿Qué me decías?”, el joven por fin guardó su celular.

“Sigue texteando, hijo. Yo prefiero seguir en el recuerdo”.

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