/ viernes 12 de noviembre de 2021

Clero político

En la tierra existen dos órdenes: Uno tendiente al bien común temporal, que incluye las necesidades materiales y sociales sin perder de vista la espiritualidad del hombre, y otro, al bien sobrenatural. Con autoridades y medios autónomos, aunque, en algunos temas sean interdependientes. Además, la realidad política ofrece muchas opciones válidas y positivas en las que cada ciudadano puede manifestar su propio juicio, tanto a través del voto como de su participación activa en esos terrenos.

Por otra parte, dado que el número de sacerdotes es proporcionalmente pequeño para atender a los millones de creyentes, los clérigos debemos ocupar nuestro tiempo en las labores pastorales que nos son propias, y en las que nadie puede sustituirnos.

Los fieles mantienen los seminarios con sus limosnas para que en ellos se formen ministros de Dios, predicadores de su palabra; no iluminadores políticos. Si quisieran oír hablar de política, bastaría con quedarse en sus casas viendo la televisión y escuchando la opinión de personas mejor preparadas en estos temas.

Hasta hace años el señor cura del pueblo determinaba asuntos como si Fulanita debía, o no, casarse con Perengano; qué calles debían pavimentarse primero, y tantas cosas más que lógicamente no correspondían a la “salus animarum”, es decir, a la salvación de las almas.

El clericalismo es un abuso de la autoridad moral de los eclesiásticos. Si algún sacerdote manifestara públicamente sus preferencias políticas correría el riesgo de alejar de sí mismo —e incluso, de la misma práctica religiosa— a quienes por el sano ejercicio de sus derechos no estuvieran de acuerdo con esa posición, lo cual representaría un grave daño para las almas.

Las autoridades de la Iglesia tienen derecho a intervenir en materia social cuando existan leyes gravemente injustas, y así poder iluminar, con la luz de la fe las realidades temporales en cuanto a su calificación moral. Sin embargo, dicha labor le corresponde al papa y a los obispos. Los temas que sí podemos predicar los sacerdotes son, entre otros, la maldad del aborto, del divorcio, de la eutanasia, de los desórdenes morales en el mal uso de la sexualidad, y de la corrupción institucionalizada, pues estos asuntos no son políticos, sino de Ley Natural.

Aunque existe una Doctrina Social de la Iglesia, está claro que no hay una postura católica oficial en lo que se refiere a las políticas de partido. La doctrina que hemos de enseñar los clérigos supera por su fin —la salvación de las almas— y, por sus medios —la gracia de Dios— a cualquier partidismo coyuntural en cualquier época y país.


Es cierto que parte de los logros alcanzados, en todo el mundo, en cuestiones políticas se han logrado gracias a la voz de la Iglesia —el papa Juan Pablo II fue un factor de primer orden en estos temas—, sin embargo, la intervención de los sacerdotes ha de ser exageradamente prudente recordando el sabio refrán: zapatero a tus zapatos.


www.padrealejandro.org


En la tierra existen dos órdenes: Uno tendiente al bien común temporal, que incluye las necesidades materiales y sociales sin perder de vista la espiritualidad del hombre, y otro, al bien sobrenatural. Con autoridades y medios autónomos, aunque, en algunos temas sean interdependientes. Además, la realidad política ofrece muchas opciones válidas y positivas en las que cada ciudadano puede manifestar su propio juicio, tanto a través del voto como de su participación activa en esos terrenos.

Por otra parte, dado que el número de sacerdotes es proporcionalmente pequeño para atender a los millones de creyentes, los clérigos debemos ocupar nuestro tiempo en las labores pastorales que nos son propias, y en las que nadie puede sustituirnos.

Los fieles mantienen los seminarios con sus limosnas para que en ellos se formen ministros de Dios, predicadores de su palabra; no iluminadores políticos. Si quisieran oír hablar de política, bastaría con quedarse en sus casas viendo la televisión y escuchando la opinión de personas mejor preparadas en estos temas.

Hasta hace años el señor cura del pueblo determinaba asuntos como si Fulanita debía, o no, casarse con Perengano; qué calles debían pavimentarse primero, y tantas cosas más que lógicamente no correspondían a la “salus animarum”, es decir, a la salvación de las almas.

El clericalismo es un abuso de la autoridad moral de los eclesiásticos. Si algún sacerdote manifestara públicamente sus preferencias políticas correría el riesgo de alejar de sí mismo —e incluso, de la misma práctica religiosa— a quienes por el sano ejercicio de sus derechos no estuvieran de acuerdo con esa posición, lo cual representaría un grave daño para las almas.

Las autoridades de la Iglesia tienen derecho a intervenir en materia social cuando existan leyes gravemente injustas, y así poder iluminar, con la luz de la fe las realidades temporales en cuanto a su calificación moral. Sin embargo, dicha labor le corresponde al papa y a los obispos. Los temas que sí podemos predicar los sacerdotes son, entre otros, la maldad del aborto, del divorcio, de la eutanasia, de los desórdenes morales en el mal uso de la sexualidad, y de la corrupción institucionalizada, pues estos asuntos no son políticos, sino de Ley Natural.

Aunque existe una Doctrina Social de la Iglesia, está claro que no hay una postura católica oficial en lo que se refiere a las políticas de partido. La doctrina que hemos de enseñar los clérigos supera por su fin —la salvación de las almas— y, por sus medios —la gracia de Dios— a cualquier partidismo coyuntural en cualquier época y país.


Es cierto que parte de los logros alcanzados, en todo el mundo, en cuestiones políticas se han logrado gracias a la voz de la Iglesia —el papa Juan Pablo II fue un factor de primer orden en estos temas—, sin embargo, la intervención de los sacerdotes ha de ser exageradamente prudente recordando el sabio refrán: zapatero a tus zapatos.


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