/ domingo 28 de abril de 2024

La política es para las niñas y los niños

Entre los muchos desafíos que enfrenta nuestra sociedad actual, hay uno que considero fundamental y urgente: construir un mundo para las niñas y niños. Un mundo donde puedan crecer con salud, seguridad, educación y felicidad. Un mundo donde sus derechos sean respetados y sus necesidades atendidas. Un mundo donde puedan soñar con un futuro mejor y desarrollar todo su potencial.

Si nos preguntamos ¿Cómo reconocer a un buen gobierno? Tendríamos que responder que se reconoce por sus buenas acciones en favor de la ciudadanía, pero, sobre todo, por su trabajo para favorecer a los más pequeños. Sus agendas gubernamentales contienen políticas en diversas materias como la seguridad y protección a infancias, resguardo y apoyo a niños migrantes, y, sobre todo, acciones contundentes en lo referente a la materia de salud y educación. Estas dos áreas son fundamentales para garantizar el bienestar de los niños y niñas, y para ofrecerles oportunidades de crecimiento y desarrollo.

No se puede decir que vivimos en un país exitoso si la niñez se queda desprotegida cuando –tristemente– padecen una enfermedad como el cáncer, ya sea por falta de medicamentos, de infraestructura, de personal médico o de prevención. No se puede hablar de progreso si las niñas y niños sufren desnutrición, violencia, abuso, explotación, abandono o discriminación. Y, definitivamente, no se puede aspirar a un futuro próspero si no tienen acceso a una educación de calidad, gratuita e inclusiva.

Considero sumamente problemático cuando una administración gubernamental desatiende o pervierte los principios de la educación. La función de la actividad educadora no es otra que brindarle herramientas a las niñas y niños para desarrollar su felicidad y tener una vida plena, y en ningún caso, consiste en hacerlos un instrumento de los intereses del Estado. La educación debe formar ciudadanos críticos, creativos, solidarios y responsables, no súbditos obedientes, conformistas, indiferentes o apáticos.

La educación debe dar herramientas para el desarrollo cognitivo, debe hacer ver a los niños sus derechos. Debe brindarles conocimientos elementales prácticos para la vida y para su bienestar. Y, además, debe darles las capacidades necesarias para enfrentarse con éxito a los retos del mundo laboral cuando sean adultos. La educación debe preparar a los niños y niñas para el siglo XXI, con competencias digitales, lingüísticas, científicas y artísticas. La educación debe fomentar la diversidad, la tolerancia, el respeto y la convivencia.

Estos principios educativos, tan esenciales para el desarrollo de los niños y niñas, han sido ignorados o tergiversados por los regímenes dictatoriales en la historia; regímenes que pretendieron adoctrinar y manipular a las generaciones más jóvenes. Muchos de esos países vieron cómo se les negaba a los niños y niñas una educación libre, plural, democrática y humanista, y cómo se les imponía una visión sesgada, dogmática, autoritaria.

Para que la educación cumpla con su función de formar a los niños y niñas para el siglo XXI, es necesario que los programas educativos se mantengan a la vanguardia internacional, incorporando las mejores prácticas, metodologías y contenidos que se han demostrado efectivos en otros países. Así, podremos ofrecer una educación de calidad, que responda a las necesidades y desafíos del mundo actual, y que prepare a nuestros hijos e hijas para competir y colaborar con personas de otras culturas, lenguas y realidades.

Además, es fundamental que los programas educativos sean correctamente evaluados por agentes externos que nos ayuden a ubicar nuestras fortalezas y oportunidades en materia educativa. Estas evaluaciones nos permiten conocer el nivel de aprendizaje y desempeño de alumnos y alumnas, así como identificar las áreas de mejora y las buenas prácticas que se pueden replicar. También nos sirven para establecer comparaciones y estándares internacionales, y para rendir cuentas a la sociedad sobre los resultados y los recursos de la educación.

Solo así, de la mano de evaluaciones certificadas, confiables y ajenas a los intereses políticos, podremos garantizar una educación de calidad para todos y todas, y defenderla de cualquier intento de manipulación o imposición ideológica.


Entre los muchos desafíos que enfrenta nuestra sociedad actual, hay uno que considero fundamental y urgente: construir un mundo para las niñas y niños. Un mundo donde puedan crecer con salud, seguridad, educación y felicidad. Un mundo donde sus derechos sean respetados y sus necesidades atendidas. Un mundo donde puedan soñar con un futuro mejor y desarrollar todo su potencial.

Si nos preguntamos ¿Cómo reconocer a un buen gobierno? Tendríamos que responder que se reconoce por sus buenas acciones en favor de la ciudadanía, pero, sobre todo, por su trabajo para favorecer a los más pequeños. Sus agendas gubernamentales contienen políticas en diversas materias como la seguridad y protección a infancias, resguardo y apoyo a niños migrantes, y, sobre todo, acciones contundentes en lo referente a la materia de salud y educación. Estas dos áreas son fundamentales para garantizar el bienestar de los niños y niñas, y para ofrecerles oportunidades de crecimiento y desarrollo.

No se puede decir que vivimos en un país exitoso si la niñez se queda desprotegida cuando –tristemente– padecen una enfermedad como el cáncer, ya sea por falta de medicamentos, de infraestructura, de personal médico o de prevención. No se puede hablar de progreso si las niñas y niños sufren desnutrición, violencia, abuso, explotación, abandono o discriminación. Y, definitivamente, no se puede aspirar a un futuro próspero si no tienen acceso a una educación de calidad, gratuita e inclusiva.

Considero sumamente problemático cuando una administración gubernamental desatiende o pervierte los principios de la educación. La función de la actividad educadora no es otra que brindarle herramientas a las niñas y niños para desarrollar su felicidad y tener una vida plena, y en ningún caso, consiste en hacerlos un instrumento de los intereses del Estado. La educación debe formar ciudadanos críticos, creativos, solidarios y responsables, no súbditos obedientes, conformistas, indiferentes o apáticos.

La educación debe dar herramientas para el desarrollo cognitivo, debe hacer ver a los niños sus derechos. Debe brindarles conocimientos elementales prácticos para la vida y para su bienestar. Y, además, debe darles las capacidades necesarias para enfrentarse con éxito a los retos del mundo laboral cuando sean adultos. La educación debe preparar a los niños y niñas para el siglo XXI, con competencias digitales, lingüísticas, científicas y artísticas. La educación debe fomentar la diversidad, la tolerancia, el respeto y la convivencia.

Estos principios educativos, tan esenciales para el desarrollo de los niños y niñas, han sido ignorados o tergiversados por los regímenes dictatoriales en la historia; regímenes que pretendieron adoctrinar y manipular a las generaciones más jóvenes. Muchos de esos países vieron cómo se les negaba a los niños y niñas una educación libre, plural, democrática y humanista, y cómo se les imponía una visión sesgada, dogmática, autoritaria.

Para que la educación cumpla con su función de formar a los niños y niñas para el siglo XXI, es necesario que los programas educativos se mantengan a la vanguardia internacional, incorporando las mejores prácticas, metodologías y contenidos que se han demostrado efectivos en otros países. Así, podremos ofrecer una educación de calidad, que responda a las necesidades y desafíos del mundo actual, y que prepare a nuestros hijos e hijas para competir y colaborar con personas de otras culturas, lenguas y realidades.

Además, es fundamental que los programas educativos sean correctamente evaluados por agentes externos que nos ayuden a ubicar nuestras fortalezas y oportunidades en materia educativa. Estas evaluaciones nos permiten conocer el nivel de aprendizaje y desempeño de alumnos y alumnas, así como identificar las áreas de mejora y las buenas prácticas que se pueden replicar. También nos sirven para establecer comparaciones y estándares internacionales, y para rendir cuentas a la sociedad sobre los resultados y los recursos de la educación.

Solo así, de la mano de evaluaciones certificadas, confiables y ajenas a los intereses políticos, podremos garantizar una educación de calidad para todos y todas, y defenderla de cualquier intento de manipulación o imposición ideológica.