/ lunes 26 de noviembre de 2018

Facebook, el libro de los rostros

I DE II PARTES

La acción de leer es un ejercicio de la mente que durante siglos nos ha servido para alimentar la razón. Leer es como la lubricación para el cerebro, pues conecta la vista con el cerebro para descifrar códigos y símbolos, según su significado. Por eso, se habla de la cultura lecto-escritora que nos permite generar pensamientos e ideas.

A medida que practicamos más la lectura, en automático desarrollamos más la escritura. Conforme leemos tenemos mayor posibilidad de usar más recursos y palabras de nuestro lenguaje. Como también, si leemos menos, ejercitamos menos nuestro cerebro. Y órgano que no se usa, se atrofia.

A lo largo de los siglos, el libro ha estado incorporado a nuestra cultura y se identificaba como uno de los accesos o puerta al conocimiento.

Según Alonso Cueto[1], el libro se inventó para comunicarse a distancia, traspasar los tiempos y los espacios, como una obsesión de los seres humanos. El libro sirvió para trascender a su entorno, su tiempo, espacio y proyectar sus palabras.

La misma frase de que en esta vida hay que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro, refleja la intención de trascendencia y permanencia a través de tres elementos que confirmen el paso del ser humano por este mundo: un hijo, un árbol y un libro. Esto sería en el ámbito urbano, porque en el ambiente rural, antes se hablaba de otros tres elementos muy diferentes, pero de suma importancia para los hombres de campo: su caballo, un rifle y su mujer.

Ahora, se dice que lo importante de lo que adquirimos son dos cosas: la velocidad y la ubicuidad, que equivaldría a lo inmediato, rápido y urgente, y la virtualidad para estar en esta realidad, pero también en otra a distancia.

El tiempo y la distancia son los nuevos paradigmas que por la tecnología digital hemos incorporado a nuestra escala de valores y de bienestar. Y con estos paradigmas, el libro ha pasado a ser casi pieza de museo, porque no se puede sintetizar en unos minutos o segundos su contenido. Los libros no son como las pantallas que con sólo posar la vista sobre ellas sabemos el contenido. El libro, al leerlo, decodificamos conceptos, ideas y cosas, y para comprenderlo tenemos que ir recorriendo nuestra vista de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, de manera lineal y secuencial para entender lo que dice.

El mundo de pantallas, desde la televisión, la computadora, la tableta y por supuesto, los teléfonos celulares ha acaparado nuestra atención y fascinación. Vivimos entre y para las pantallas, pero sin la capacidad cognitiva que ofrecen los textos. La batalla entre texto y pantalla ya tiene atrapado al hombre, desde hace tiempo, y cada día, el libro va cediendo espacios, para menoscabo de nuestra inteligencia.

Cueto lo expresa a su manera: “El libro sagrado de hoy, si cabe la expresión, no es el libro que escribe un autor y lee un lector. Es un libro en que el autor y el lector son intercambiables y que está hecho para ser celebrado y olvidado. Todos escriben y todos leen, y al mismo tiempo, todos olvidan lo que acaban de leer y escribir. Su tema no es una historia de ficción, sino la historia menuda de cada uno, y sus frases son las frases de la abreviación y el dibujo. Ustedes adivinarán que me estoy refiriendo al libro de los rostros, el Facebook, donde podemos ver las caras de nuestros interlocutores, aunque lo que vemos realmente también sea su representación”.

“El Facebook, continúa, es el libro de la vida cotidiana, de la vida descartable, un diario compartido, un espejo múltiple que se refracta en muchas direcciones. En esa masa, los usuarios procuran sentirse parte de algo, por ello forman clubes y grupos. El Facebook crea grupos de seguidores en torno a cualquier cosa, personaje o idea: un cantante, un político, una mascota, un amigo. Todo cabe en sus espacios sin espacio y en sus tiempos sin tiempo. Su verdad compartida es la de la vida cotidiana, lo que sus usuarios hicieron esa mañana, a qué concierto de rock planean ir y qué parejas se han unido esa semana. Es la cofradía de la vida cotidiana y es considerada una falta no estar integrado a ella”.

Califica a Facebook como un “libro” que se compone de fragmentos individuales que se hacen trizas en cuanto se leen. Dice que “la emoción con la que los usuarios entran al Facebook todos los días se diluye por las noches y renace al día siguiente, cuando han olvidado casi todo lo que dijeron. Twitter es una versión más abreviada, más extrema del Facebook, pero es esencialmente el mismo principio: un libro colectivo hecho de luces fugaces y olvidos masivos”.

La esencia de Facebook la considera como una cultura que vive bajo el imperio del presente. “Ni la carga del pasado –dice- ni la responsabilidad del futuro, que son tiempos densos, pueden interrumpir el contacto fugaz del Facebook. Esta red social es una droga que nos ofrece el presente como un refugio para olvidarnos de todos los otros tiempos y el presente ofrece el paraíso de lo fugaz”.

Aprecio por lo efímero

Marcos Pereda, en un análisis titulado “De la fugacidad sobrevenida”, afirma que la idea de la fugacidad se ha fortalecido por “cierto desprecio por la permanencia, por la trascendencia”.

Lo fundamenta en que internet es el mundo de lo efímero, la rapidez y lo inmediato. Dice que “hoy en día se escribe más que nunca y se publica también más que nunca. Pero muchas de estas publicaciones se realizan sobre una pantalla, son apenas frasecitas evanescentes como se ve en las pantallas de una computadora o un celular. Si se va la luz (o se queda la batería sin carga) falla, desaparecen”.

Y así como es fugaz una pantalla, el riesgo es que también ya sucede en la reflexión, porque “la inmediatez parece imponerse y ahora es más importante opinar rápido sobre algo que opinar sobre algo correctamente. Si a esto le añadimos las limitaciones de espacio que imponen algunas redes sociales el panorama es escalofriante: opiniones inconexas, aceleradas, torpes y, forzosamente, telegráficas”.

Y por supuesto, cuando se da la fugacidad, nos alejamos de la profundidad, convirtiéndonos en unos seres superficiales, y por lo tantos superfluos. Y las redes sociales son las reinas nuevas de la comunicación.

En ese proceso se presenta también una gran paradoja: la fugacidad en las redes sociales va a contrapelo de lo que de manera perniciosa guarda internet en sus entrañas: tienen aplicaciones –como Facebook- que no olvidan nada de nosotros. Al contrario, van creando perfiles donde nos clasifican, identifican, nos segmentan y nos venden.

[1] Cueto, Alonso, Una cultura de la fugacidad, https://textos.pucp.edu.pe/pdf/584/pdf
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La acción de leer es un ejercicio de la mente que durante siglos nos ha servido para alimentar la razón. Leer es como la lubricación para el cerebro, pues conecta la vista con el cerebro para descifrar códigos y símbolos, según su significado. Por eso, se habla de la cultura lecto-escritora que nos permite generar pensamientos e ideas.

A medida que practicamos más la lectura, en automático desarrollamos más la escritura. Conforme leemos tenemos mayor posibilidad de usar más recursos y palabras de nuestro lenguaje. Como también, si leemos menos, ejercitamos menos nuestro cerebro. Y órgano que no se usa, se atrofia.

A lo largo de los siglos, el libro ha estado incorporado a nuestra cultura y se identificaba como uno de los accesos o puerta al conocimiento.

Según Alonso Cueto[1], el libro se inventó para comunicarse a distancia, traspasar los tiempos y los espacios, como una obsesión de los seres humanos. El libro sirvió para trascender a su entorno, su tiempo, espacio y proyectar sus palabras.

La misma frase de que en esta vida hay que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro, refleja la intención de trascendencia y permanencia a través de tres elementos que confirmen el paso del ser humano por este mundo: un hijo, un árbol y un libro. Esto sería en el ámbito urbano, porque en el ambiente rural, antes se hablaba de otros tres elementos muy diferentes, pero de suma importancia para los hombres de campo: su caballo, un rifle y su mujer.

Ahora, se dice que lo importante de lo que adquirimos son dos cosas: la velocidad y la ubicuidad, que equivaldría a lo inmediato, rápido y urgente, y la virtualidad para estar en esta realidad, pero también en otra a distancia.

El tiempo y la distancia son los nuevos paradigmas que por la tecnología digital hemos incorporado a nuestra escala de valores y de bienestar. Y con estos paradigmas, el libro ha pasado a ser casi pieza de museo, porque no se puede sintetizar en unos minutos o segundos su contenido. Los libros no son como las pantallas que con sólo posar la vista sobre ellas sabemos el contenido. El libro, al leerlo, decodificamos conceptos, ideas y cosas, y para comprenderlo tenemos que ir recorriendo nuestra vista de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, de manera lineal y secuencial para entender lo que dice.

El mundo de pantallas, desde la televisión, la computadora, la tableta y por supuesto, los teléfonos celulares ha acaparado nuestra atención y fascinación. Vivimos entre y para las pantallas, pero sin la capacidad cognitiva que ofrecen los textos. La batalla entre texto y pantalla ya tiene atrapado al hombre, desde hace tiempo, y cada día, el libro va cediendo espacios, para menoscabo de nuestra inteligencia.

Cueto lo expresa a su manera: “El libro sagrado de hoy, si cabe la expresión, no es el libro que escribe un autor y lee un lector. Es un libro en que el autor y el lector son intercambiables y que está hecho para ser celebrado y olvidado. Todos escriben y todos leen, y al mismo tiempo, todos olvidan lo que acaban de leer y escribir. Su tema no es una historia de ficción, sino la historia menuda de cada uno, y sus frases son las frases de la abreviación y el dibujo. Ustedes adivinarán que me estoy refiriendo al libro de los rostros, el Facebook, donde podemos ver las caras de nuestros interlocutores, aunque lo que vemos realmente también sea su representación”.

“El Facebook, continúa, es el libro de la vida cotidiana, de la vida descartable, un diario compartido, un espejo múltiple que se refracta en muchas direcciones. En esa masa, los usuarios procuran sentirse parte de algo, por ello forman clubes y grupos. El Facebook crea grupos de seguidores en torno a cualquier cosa, personaje o idea: un cantante, un político, una mascota, un amigo. Todo cabe en sus espacios sin espacio y en sus tiempos sin tiempo. Su verdad compartida es la de la vida cotidiana, lo que sus usuarios hicieron esa mañana, a qué concierto de rock planean ir y qué parejas se han unido esa semana. Es la cofradía de la vida cotidiana y es considerada una falta no estar integrado a ella”.

Califica a Facebook como un “libro” que se compone de fragmentos individuales que se hacen trizas en cuanto se leen. Dice que “la emoción con la que los usuarios entran al Facebook todos los días se diluye por las noches y renace al día siguiente, cuando han olvidado casi todo lo que dijeron. Twitter es una versión más abreviada, más extrema del Facebook, pero es esencialmente el mismo principio: un libro colectivo hecho de luces fugaces y olvidos masivos”.

La esencia de Facebook la considera como una cultura que vive bajo el imperio del presente. “Ni la carga del pasado –dice- ni la responsabilidad del futuro, que son tiempos densos, pueden interrumpir el contacto fugaz del Facebook. Esta red social es una droga que nos ofrece el presente como un refugio para olvidarnos de todos los otros tiempos y el presente ofrece el paraíso de lo fugaz”.

Aprecio por lo efímero

Marcos Pereda, en un análisis titulado “De la fugacidad sobrevenida”, afirma que la idea de la fugacidad se ha fortalecido por “cierto desprecio por la permanencia, por la trascendencia”.

Lo fundamenta en que internet es el mundo de lo efímero, la rapidez y lo inmediato. Dice que “hoy en día se escribe más que nunca y se publica también más que nunca. Pero muchas de estas publicaciones se realizan sobre una pantalla, son apenas frasecitas evanescentes como se ve en las pantallas de una computadora o un celular. Si se va la luz (o se queda la batería sin carga) falla, desaparecen”.

Y así como es fugaz una pantalla, el riesgo es que también ya sucede en la reflexión, porque “la inmediatez parece imponerse y ahora es más importante opinar rápido sobre algo que opinar sobre algo correctamente. Si a esto le añadimos las limitaciones de espacio que imponen algunas redes sociales el panorama es escalofriante: opiniones inconexas, aceleradas, torpes y, forzosamente, telegráficas”.

Y por supuesto, cuando se da la fugacidad, nos alejamos de la profundidad, convirtiéndonos en unos seres superficiales, y por lo tantos superfluos. Y las redes sociales son las reinas nuevas de la comunicación.

En ese proceso se presenta también una gran paradoja: la fugacidad en las redes sociales va a contrapelo de lo que de manera perniciosa guarda internet en sus entrañas: tienen aplicaciones –como Facebook- que no olvidan nada de nosotros. Al contrario, van creando perfiles donde nos clasifican, identifican, nos segmentan y nos venden.

[1] Cueto, Alonso, Una cultura de la fugacidad, https://textos.pucp.edu.pe/pdf/584/pdf
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