/ viernes 21 de diciembre de 2018

La tribuna de la verdad.

“El boxeador de la vida por experiencia propia”

Muy buenos días, mis lectores, que se encuentren gozando de cabal salud y felicidad son mis mejores deseos. Hoy les quiero compartir sobre algo que practico por el bien no sólo de otros, sino por el mío propio, se trata del perdón.

Primero que nada, me gustaría establecer que una vida en la cual: ¡O se insiste en dominar a los demás o se depende excesivamente de ellos! Es una vida que, en los dos casos habrá infelicidad, preocupación, temor, pero, sobre todo, una retorcida y mala relación con todos los seres humanos.

Lo anterior fue mi patrón de conducta y por lo tanto me iba generando discordias, peleas y discusiones con medio mundo. Después de hacer un análisis, un inventario de esa conducta que conformaba mi personalidad, allá por el año 1994, me di cuenta de ello y me dije: ¡Necesito cambiar esa manera de vivir!

Había un defecto de carácter que me afectaba primordialmente en ese sentido, existía un pecado capital que me había estado martirizando desde que tuve uso de razón: ¡El orgullo! Y éste, o me envalentonaba ante cualquiera para imponer mi santa voluntad, o me hacia sentir como un ser desvalido que con la falsa humildad o dicho de otra manera con el orgullo “al revés” dependía de la manera de pensar, de actuar y de hablar de los seres humanos.

Cuando me di cuenta de ello, repito, hace ya casi 25 años, lo primero que hice fue aplicar el perdón, antes de perdonar a cualquier otro, tuve que perdonarme a mí mismo por todo el daño que me había causado con esa manera tan errónea de vivir. Tuve que aceptar desde lo más profundo de mi ser que me había equivocado y que no había nadie culpable por ello, sino yo mismo.

Una vez hecho eso empecé a pedirle a mi Dios que me diera la voluntad, el valor y la determinación de perdonar a quienes, según yo, me habían hecho mucho daño. Sí, era verdad, en ese inventario o análisis de mi personalidad y de mi vida me había encontrado en muchas situaciones en las que parecía o efectivamente, me había lastimado a mí sin ninguna justificación, pero aun en esos casos tenía que perdonar por el hecho de que era mi propio inventario o análisis, y no el de otros.

En unos días, el lunes por la noche y amaneciendo por el martes, habrá de conmemorarse una vez más y para siempre, el nacimiento del Hijo de Dios, la llegada a este mundo material de quien, en sus momentos de mayor sufrimiento apeló al perdón diciendo en la cruz: ¡Perdónalos Padre, porque no saben lo que hacen!

Así que, ¿quién soy yo para no perdonar a otros? Mis lectores, ¡les deseo una bonita Navidad para todos ustedes y su apreciable familia!