/ miércoles 3 de mayo de 2023

Sigan perdiendo dinero

Por Guillermo Monroy

A los empresarios mexicanos pareciera que les gusta perder dinero y rehúyen a procesos clave de generación de valor, como la institucionalización del negocio -que requiere de asesoría para contar con un protocolo familiar y la planeación de la sucesión- o iniciar cualquier proceso que implique “perder el control”.

El problema es que el control se pierde, gradualmente, junto con el respaldo de los inversionistas, la llegada de nuevos clientes, la confianza de la familia, la oportunidad de crecimiento hacia nuevos mercados, nuevos liderazgos o la necesidad de minimizar los malos entendidos.

Aquí es muy importante diferenciar: en ningún momento se habla de perder el respeto. Eso ya lo tienen, lo han trabajado y ganado: tienen las conexiones clave, conocen los entresijos de su propio negocio, de su competencia y de las potenciales oportunidades que vienen; tienen la habilidad para lograr buenos acuerdos y el carisma para cerrarlos.

Pero no quieren ceder terreno a los hijos que han mostrado interés y capacidad para llevar al negocio a nuevos horizontes. Se olvidan también que el carisma no se hereda, ni se transfiere, ni se puede fingir: es una característica tan personal como el iris de los ojos o las huellas dactilares.

No entienden que cada gesto de desaprobación o broma a costilla de esos hijos es un voto de desconfianza entre los inversionistas, o -al menos- una “bandera amarilla” de que las cosas no van tan bien como dicen los números.

Hay muchas razones de por qué las empresas tienden a quebrar en la tercera generación y una de ellas es esa necesidad del control de los fundadores, bajo la premisa que su legado es tan poderoso que puede continuar -incluso- más allá de ellos, aún cuando saben que los negocios no son estáticos, no siguen operando bajo inercia y necesitan nuevas ideas.

El problema adicional es que no sólo pierden su parte proporcional del negocio, ni siquiera parte de su propio patrimonio: dejan minado el camino de la institucionalización a tal grado que es prácticamente imposible una operación eficiente para los nuevos directores -sean o no de la familia- por las pérdidas en tiempo, oportunidades, y a veces, hasta en reputación corporativa.

La pérdida del patrimonio también va más allá de lo “personal”: estamos hablando de recursos generados y compartidos con la familia, y aunque el negocio sea privado, tiene implicaciones públicas: una pérdida empresarial implica cierre de fuentes de empleo y de generación de riqueza para la comunidad donde opera.

¿Quieren dejar de perder dinero? Dejen de temer al futuro. Va a llegar. Y siempre es mejor que encuentre una empresa institucionalizada, un plan de sucesión a prueba de balas y nuevos directivos con conocimiento, disposición y habilidades para aportar valor en beneficio del legado que van a recibir.

Guillermo Monroy

Autor del libro “Cómo hacer que su herencia trascienda”

gmonroy@horizontemx.com


Por Guillermo Monroy

A los empresarios mexicanos pareciera que les gusta perder dinero y rehúyen a procesos clave de generación de valor, como la institucionalización del negocio -que requiere de asesoría para contar con un protocolo familiar y la planeación de la sucesión- o iniciar cualquier proceso que implique “perder el control”.

El problema es que el control se pierde, gradualmente, junto con el respaldo de los inversionistas, la llegada de nuevos clientes, la confianza de la familia, la oportunidad de crecimiento hacia nuevos mercados, nuevos liderazgos o la necesidad de minimizar los malos entendidos.

Aquí es muy importante diferenciar: en ningún momento se habla de perder el respeto. Eso ya lo tienen, lo han trabajado y ganado: tienen las conexiones clave, conocen los entresijos de su propio negocio, de su competencia y de las potenciales oportunidades que vienen; tienen la habilidad para lograr buenos acuerdos y el carisma para cerrarlos.

Pero no quieren ceder terreno a los hijos que han mostrado interés y capacidad para llevar al negocio a nuevos horizontes. Se olvidan también que el carisma no se hereda, ni se transfiere, ni se puede fingir: es una característica tan personal como el iris de los ojos o las huellas dactilares.

No entienden que cada gesto de desaprobación o broma a costilla de esos hijos es un voto de desconfianza entre los inversionistas, o -al menos- una “bandera amarilla” de que las cosas no van tan bien como dicen los números.

Hay muchas razones de por qué las empresas tienden a quebrar en la tercera generación y una de ellas es esa necesidad del control de los fundadores, bajo la premisa que su legado es tan poderoso que puede continuar -incluso- más allá de ellos, aún cuando saben que los negocios no son estáticos, no siguen operando bajo inercia y necesitan nuevas ideas.

El problema adicional es que no sólo pierden su parte proporcional del negocio, ni siquiera parte de su propio patrimonio: dejan minado el camino de la institucionalización a tal grado que es prácticamente imposible una operación eficiente para los nuevos directores -sean o no de la familia- por las pérdidas en tiempo, oportunidades, y a veces, hasta en reputación corporativa.

La pérdida del patrimonio también va más allá de lo “personal”: estamos hablando de recursos generados y compartidos con la familia, y aunque el negocio sea privado, tiene implicaciones públicas: una pérdida empresarial implica cierre de fuentes de empleo y de generación de riqueza para la comunidad donde opera.

¿Quieren dejar de perder dinero? Dejen de temer al futuro. Va a llegar. Y siempre es mejor que encuentre una empresa institucionalizada, un plan de sucesión a prueba de balas y nuevos directivos con conocimiento, disposición y habilidades para aportar valor en beneficio del legado que van a recibir.

Guillermo Monroy

Autor del libro “Cómo hacer que su herencia trascienda”

gmonroy@horizontemx.com