/ jueves 14 de diciembre de 2023

Abandonar los apegos

La mayoría de los seres humanos nos aferramos con fuerza a nuestras posesiones materiales o a las mascotas, plantas, cosas y, aunque nadie nos pertenece en absoluto, también a las personas.

Desde hace algunas semanas lucho con mis apegos. Para dar paso a lo nuevo, debí soltar el árbol de más de quince años que entendí que debía irse del jardín de casa para construir una cochera. Para mí, era un crimen. Sentía un dolor profundo por el sacrificio de ese hermoso árbol que intentamos reubicar para salvarlo. ¿Cómo podríamos? Un árbol no se muda de casa simplemente.

Noté que con los cambios a mí alrededor, también me ha costado un poco más soltar el control. No es que me resista a ello, es más bien una nostalgia por lo que una vez tuvimos, por quienes se han ido, por quienes comienzan a irse poco a poco.

Mi padre, como un árbol fuerte y amoroso, ha estado para la familia por décadas. Siempre ha sido un roble, guapo e inteligente. Pero su cuerpo, igual que el tronco viejo, ha comenzado a resquebrajarse. La edad le consume inevitablemente la vida. Comprendo que no podré hacer nada para detener su despedida.

Así, el mundo como lo conocíamos, a diario deja de serlo. Hay la sensación de que todo va más deprisa, como un helado de vainilla en pleno verano derritiéndose sobre el cono.

Este tiempo de incertidumbre, de polarización y descontento, es también el de la desconexión humana. La insistencia en poseer aquello que nunca ha sido realmente nuestro, para luego sufrir por tener que soltarlo, nos muestra cómo nos lastiman los apegos y necesidades que creemos se satisfacen desde afuera.

La reflexión de todo esto es realmente sencilla: soltar nos libera y aligera todas las cargas. No significa remplazar, representa el hecho de hacer el viaje más liviano y asimilar mejor el sufrimiento de dejar ir todo aquello que necesita transmutarse.

Aceptar la impermanencia es parte del proceso. Cerrar ciclos, abrir paso a lo que signifique un final, puede ser estresante, pero inevitable.

Soltar y seguir adelante representa uno de los aprendizajes más difíciles y aun así, es insoslayable.

Ser flexible, dejar el control, no es algo que se estudie. Entender el apego podría llevarnos una vida entera. Es un ejercicio de “despertar de la conciencia” y una decisión personalísima.

Hay una frase budista que afirma que “la raíz del sufrimiento es el apego” y hay quienes pasan todo su tiempo creyendo que somos lo que poseemos.

No parece ser una buena fórmula intentar mantener todo inamovible, sin cambios, sin posibilidad de dar un paso a algo distinto. Pero aun cuando la única constante sea el cambio, asumir la responsabilidad de soltar y dejar ir, sigue siendo una experiencia inquietante.

Es claro que no podremos regresarle la vida al árbol derribado o más fuerza a un padre anciano, no obstante, aunque podamos entender desde la razón todo esto, el corazón, siempre tomará el control que la cabeza intenta soltar, solo para seguir adelante.


La mayoría de los seres humanos nos aferramos con fuerza a nuestras posesiones materiales o a las mascotas, plantas, cosas y, aunque nadie nos pertenece en absoluto, también a las personas.

Desde hace algunas semanas lucho con mis apegos. Para dar paso a lo nuevo, debí soltar el árbol de más de quince años que entendí que debía irse del jardín de casa para construir una cochera. Para mí, era un crimen. Sentía un dolor profundo por el sacrificio de ese hermoso árbol que intentamos reubicar para salvarlo. ¿Cómo podríamos? Un árbol no se muda de casa simplemente.

Noté que con los cambios a mí alrededor, también me ha costado un poco más soltar el control. No es que me resista a ello, es más bien una nostalgia por lo que una vez tuvimos, por quienes se han ido, por quienes comienzan a irse poco a poco.

Mi padre, como un árbol fuerte y amoroso, ha estado para la familia por décadas. Siempre ha sido un roble, guapo e inteligente. Pero su cuerpo, igual que el tronco viejo, ha comenzado a resquebrajarse. La edad le consume inevitablemente la vida. Comprendo que no podré hacer nada para detener su despedida.

Así, el mundo como lo conocíamos, a diario deja de serlo. Hay la sensación de que todo va más deprisa, como un helado de vainilla en pleno verano derritiéndose sobre el cono.

Este tiempo de incertidumbre, de polarización y descontento, es también el de la desconexión humana. La insistencia en poseer aquello que nunca ha sido realmente nuestro, para luego sufrir por tener que soltarlo, nos muestra cómo nos lastiman los apegos y necesidades que creemos se satisfacen desde afuera.

La reflexión de todo esto es realmente sencilla: soltar nos libera y aligera todas las cargas. No significa remplazar, representa el hecho de hacer el viaje más liviano y asimilar mejor el sufrimiento de dejar ir todo aquello que necesita transmutarse.

Aceptar la impermanencia es parte del proceso. Cerrar ciclos, abrir paso a lo que signifique un final, puede ser estresante, pero inevitable.

Soltar y seguir adelante representa uno de los aprendizajes más difíciles y aun así, es insoslayable.

Ser flexible, dejar el control, no es algo que se estudie. Entender el apego podría llevarnos una vida entera. Es un ejercicio de “despertar de la conciencia” y una decisión personalísima.

Hay una frase budista que afirma que “la raíz del sufrimiento es el apego” y hay quienes pasan todo su tiempo creyendo que somos lo que poseemos.

No parece ser una buena fórmula intentar mantener todo inamovible, sin cambios, sin posibilidad de dar un paso a algo distinto. Pero aun cuando la única constante sea el cambio, asumir la responsabilidad de soltar y dejar ir, sigue siendo una experiencia inquietante.

Es claro que no podremos regresarle la vida al árbol derribado o más fuerza a un padre anciano, no obstante, aunque podamos entender desde la razón todo esto, el corazón, siempre tomará el control que la cabeza intenta soltar, solo para seguir adelante.