/ martes 26 de diciembre de 2023

Un rey y su legado

Si el presidente Andrés Manuel López Obrador tuviera la intención de crear una sociedad materialmente próspera, sostenida en el trabajo de sus integrantes, sin abandonar el cumplimiento de la ética y el deber moral, entonces, por definición, sus intenciones serían buenas, en lugar de malas, y no actuaría sólo por interés personal. Una buena gobernanza se basa en el balance perfecto entre la gestión del Estado y de lo que ello resulta, que es el bienestar de la población. Y es algo manifiesto que piensa sólo en su interés y en lo que sirva ese propósito, a costa del bien general.

El hecho es que una de las preocupaciones principales del Estado es que el bienestar de los sujetos no debe confundirse con el “bienestar del Estado”. Y es que por ninguna parte se pretende hacer más ricos a los pobres, porque eso los convertiría en el enemigo al que no se puede explotar, esclavizar o engañar. Se hablaría, entonces, del “bienestar del Estado” que busca sobreponerse al bien del ciudadano, a una próspera y contenta ciudadanía, pero que es esencial para exprimir sus ingresos, mientras que el partido en el gobierno y sus protegidos son los que se enriquecen.

El Arthashastra, un antiguo tratado indio acerca del arte de gobernar, la política económica y la estrategia militar, habla de un rey dotado de cualidades personales ideales, que enriquece a sus súbditos cuando son menos que perfectos. Por otra parte, un rey temeroso o débil destruirá los más prósperos y leales elementos del reino. Es inevitable que el empobrecimiento, la codicia y el descontento sean engendrados entre los súbditos. Y no es para menos: ignora el bien público y favorece a los malvados, y causa daño por sus nuevas prácticas incorrectas.

Y por si fuera poco, todavía descuida la observación de lo apropiado y las prácticas correctas; no castiga lo que debe ser castigado y castiga a quien no lo merece; es indulgente con los gastos innecesarios y destruye las empresas rentables; falla en proteger a la población de los ladrones y los roba a ellos él mismo; no hace lo que debe de hacer y le repugna el trabajo realizado por otros; causa daño a los líderes del pueblo e insulta aquellos dignos de honor; no se hace cargo de su parte y de lo acordado, y por su indulgencia y negligencia, destruye el bienestar de su población.

En México no tenemos un rey, aunque puede que le gustaría serlo. Pero siendo rey, preferible sería que fuera un rey bueno, no uno que ha sido derrochador con su riqueza heredada, no uno que haya empobrecido a un pueblo extorsionado por el terror y la destrucción de su propiedad, que preferiría una paz inmediata, guerra o emigración para escapar de la miseria. Ahora sabe, usted, querido lector, por qué busca contener el descontento suprimiendo a los líderes. Sin los líderes, la gente es más fácil de controlar, más vulnerable a los enemigos y menos capaces de aguantar los sufrimientos.

Un pueblo empobrecido es extorsionado, pero es peor un rey con un tesoro agotado que devora la vitalidad de los ciudadanos, un rey que confía en el destino y no cree en el esfuerzo humano. Tal rey fracasará, al menos, en lo que prometió al ser elegido, porque un rey que nunca comienza un trabajo, nunca alcanza nada. En cambio, este rey se endeuda porque quiere ganar las elecciones. Todo indica la continuidad de su legado, que sólo un rompimiento podría evitar. ¿Podemos esperar ese rompimiento en su sucesora? Es difícil saberlo.


Administrador financiero

agusperezr@hotmail.com

Si el presidente Andrés Manuel López Obrador tuviera la intención de crear una sociedad materialmente próspera, sostenida en el trabajo de sus integrantes, sin abandonar el cumplimiento de la ética y el deber moral, entonces, por definición, sus intenciones serían buenas, en lugar de malas, y no actuaría sólo por interés personal. Una buena gobernanza se basa en el balance perfecto entre la gestión del Estado y de lo que ello resulta, que es el bienestar de la población. Y es algo manifiesto que piensa sólo en su interés y en lo que sirva ese propósito, a costa del bien general.

El hecho es que una de las preocupaciones principales del Estado es que el bienestar de los sujetos no debe confundirse con el “bienestar del Estado”. Y es que por ninguna parte se pretende hacer más ricos a los pobres, porque eso los convertiría en el enemigo al que no se puede explotar, esclavizar o engañar. Se hablaría, entonces, del “bienestar del Estado” que busca sobreponerse al bien del ciudadano, a una próspera y contenta ciudadanía, pero que es esencial para exprimir sus ingresos, mientras que el partido en el gobierno y sus protegidos son los que se enriquecen.

El Arthashastra, un antiguo tratado indio acerca del arte de gobernar, la política económica y la estrategia militar, habla de un rey dotado de cualidades personales ideales, que enriquece a sus súbditos cuando son menos que perfectos. Por otra parte, un rey temeroso o débil destruirá los más prósperos y leales elementos del reino. Es inevitable que el empobrecimiento, la codicia y el descontento sean engendrados entre los súbditos. Y no es para menos: ignora el bien público y favorece a los malvados, y causa daño por sus nuevas prácticas incorrectas.

Y por si fuera poco, todavía descuida la observación de lo apropiado y las prácticas correctas; no castiga lo que debe ser castigado y castiga a quien no lo merece; es indulgente con los gastos innecesarios y destruye las empresas rentables; falla en proteger a la población de los ladrones y los roba a ellos él mismo; no hace lo que debe de hacer y le repugna el trabajo realizado por otros; causa daño a los líderes del pueblo e insulta aquellos dignos de honor; no se hace cargo de su parte y de lo acordado, y por su indulgencia y negligencia, destruye el bienestar de su población.

En México no tenemos un rey, aunque puede que le gustaría serlo. Pero siendo rey, preferible sería que fuera un rey bueno, no uno que ha sido derrochador con su riqueza heredada, no uno que haya empobrecido a un pueblo extorsionado por el terror y la destrucción de su propiedad, que preferiría una paz inmediata, guerra o emigración para escapar de la miseria. Ahora sabe, usted, querido lector, por qué busca contener el descontento suprimiendo a los líderes. Sin los líderes, la gente es más fácil de controlar, más vulnerable a los enemigos y menos capaces de aguantar los sufrimientos.

Un pueblo empobrecido es extorsionado, pero es peor un rey con un tesoro agotado que devora la vitalidad de los ciudadanos, un rey que confía en el destino y no cree en el esfuerzo humano. Tal rey fracasará, al menos, en lo que prometió al ser elegido, porque un rey que nunca comienza un trabajo, nunca alcanza nada. En cambio, este rey se endeuda porque quiere ganar las elecciones. Todo indica la continuidad de su legado, que sólo un rompimiento podría evitar. ¿Podemos esperar ese rompimiento en su sucesora? Es difícil saberlo.


Administrador financiero

agusperezr@hotmail.com