/ viernes 16 de febrero de 2024

Amor cínico y adiós estoico

Acaba de pasar un 14 de febrero más -o menos, dependiendo la perspectiva-, y con él se nos fueron una infinidad de palabras que el resto del año se usan, pero que ese día, como por arte de magia, adquieren un fulgor especial, un no sé qué que qué se yo, un aire de “juntos para siempre”. Del mismo modo, el consumismo se exacerba -que de por sí no necesita muchos motivos- y extiende por todos los rincones de la vida cotidiana, recordándonos lo tacaños que somos, lo generosos que podemos llegar a ser y lo estratégico que es revender rosas en un momento en el que nadie puede cuestionar su precio, a menos de lucir más mezquino e inconsciente.

En el complejo almanaque de nuestros recuerdos coleccionamos todas las experiencias de amor y desamor que nos tocó vivir, pero también aquellas que nos tocó leer o escuchar. Culturalmente se han identificado paralelismos entre amar y apegarse, o amar y soltar. Si no me crees, repásate la canción casi homónima del célebre José José, o la magnífica reflexión del Principito cuando conversó con su adorada rosa. También en la filosofía se repasan pensamientos, como aquellos que caracterizaron a los cínicos griegos -del famoso Diógenes- y que invitaban a una vida con cero placeres, necesidades, honores, riquezas, gobiernos, leyes, apegos emocionales, etc. Esta visión de la vida, por ejemplo, atribuía los principales males del alma y el corazón a los condicionamientos y convenciones sociales existentes, de tal modo que si se adoptaba una vida ascética -de ermitaño, pepenador o mendigo- seguro se experimentaría una libertad absoluta de la que bien valdría la pena enamorarse. Sea cual sea el escenario, la síntesis de este cinismo sería: “si no nos queremos ni nos amamos, pues sólo disfrutamos”.

No querer para no sufrir, parece una fórmula que muchas personas emplean para estimular el amor propio, blindar el corazón de decepciones y no dejar de avanzar; sin embargo, a la larga, la naturaleza humana se asoma, y el clamor por comprometerse o vincularse con otro ser se hace ineludible. Ante tal situación, los griegos -de quienes nunca se ha hablado lo suficiente- crearon la escuela cirenaica, la cual predicó que todos los seres humanos debían entregarse al intenso e irrefrenable placer, abriendo el corazón de par en par, pero manteniendo límites; algo así como: entregarse pero no dejarse dominar por apasionamientos mal sanos. Siendo así, la felicidad -que es la meta principal del amor- para los cirenaicos estaba en lo permanente, duradero, moderado y no arrebatador; en contrapunto, para los cínicos estaba en la supresión total de las necesidades. Como verás, querido lector, querida lectora, andar de ligue con un griego de estas épocas y estas escuelas del pensamiento, hubiese significado no tener ningún lazo o bien tenerlo, pero con muchas letras chiquitas para no sufrir -esta se parece más a la manera actual de querernos-.

La idea de recurrir a un placer racional -y no tanto animal- subsistió muchos años. Los estoicos, cuyo pensamiento inició desde el año 300 a.C. -pasando desde Zenón hasta Séneca- creyeron firmemente que la felicidad es el bien supremo que persigue, en primera y última instancia, el amor; no cualquier amor, sino el propio. Un amor que permita a la persona dominar sus pasiones, abandonando con ello el mundo exterior y encontrándose a sí misma a través de la razón. Algo así como: te quiero, te amo, pero me preparo diariamente para que no estés, pues de ti no depende mi felicidad. “Sústine et ábstine” (soporta y renuncia), fue un mantra estoico.

¿Qué será el amor? Erich Fromm decía: “naces solo y mueres solo, y en el paréntesis la soledad es tan grande que necesitas compartir la vida para olvidarlo”

Para mí el amor es el acto de justicia divina que nos devuelve el alma, cuando perdimos la razón de vivir.

¿Para ti, qué significa?

Voy y vengo.


Acaba de pasar un 14 de febrero más -o menos, dependiendo la perspectiva-, y con él se nos fueron una infinidad de palabras que el resto del año se usan, pero que ese día, como por arte de magia, adquieren un fulgor especial, un no sé qué que qué se yo, un aire de “juntos para siempre”. Del mismo modo, el consumismo se exacerba -que de por sí no necesita muchos motivos- y extiende por todos los rincones de la vida cotidiana, recordándonos lo tacaños que somos, lo generosos que podemos llegar a ser y lo estratégico que es revender rosas en un momento en el que nadie puede cuestionar su precio, a menos de lucir más mezquino e inconsciente.

En el complejo almanaque de nuestros recuerdos coleccionamos todas las experiencias de amor y desamor que nos tocó vivir, pero también aquellas que nos tocó leer o escuchar. Culturalmente se han identificado paralelismos entre amar y apegarse, o amar y soltar. Si no me crees, repásate la canción casi homónima del célebre José José, o la magnífica reflexión del Principito cuando conversó con su adorada rosa. También en la filosofía se repasan pensamientos, como aquellos que caracterizaron a los cínicos griegos -del famoso Diógenes- y que invitaban a una vida con cero placeres, necesidades, honores, riquezas, gobiernos, leyes, apegos emocionales, etc. Esta visión de la vida, por ejemplo, atribuía los principales males del alma y el corazón a los condicionamientos y convenciones sociales existentes, de tal modo que si se adoptaba una vida ascética -de ermitaño, pepenador o mendigo- seguro se experimentaría una libertad absoluta de la que bien valdría la pena enamorarse. Sea cual sea el escenario, la síntesis de este cinismo sería: “si no nos queremos ni nos amamos, pues sólo disfrutamos”.

No querer para no sufrir, parece una fórmula que muchas personas emplean para estimular el amor propio, blindar el corazón de decepciones y no dejar de avanzar; sin embargo, a la larga, la naturaleza humana se asoma, y el clamor por comprometerse o vincularse con otro ser se hace ineludible. Ante tal situación, los griegos -de quienes nunca se ha hablado lo suficiente- crearon la escuela cirenaica, la cual predicó que todos los seres humanos debían entregarse al intenso e irrefrenable placer, abriendo el corazón de par en par, pero manteniendo límites; algo así como: entregarse pero no dejarse dominar por apasionamientos mal sanos. Siendo así, la felicidad -que es la meta principal del amor- para los cirenaicos estaba en lo permanente, duradero, moderado y no arrebatador; en contrapunto, para los cínicos estaba en la supresión total de las necesidades. Como verás, querido lector, querida lectora, andar de ligue con un griego de estas épocas y estas escuelas del pensamiento, hubiese significado no tener ningún lazo o bien tenerlo, pero con muchas letras chiquitas para no sufrir -esta se parece más a la manera actual de querernos-.

La idea de recurrir a un placer racional -y no tanto animal- subsistió muchos años. Los estoicos, cuyo pensamiento inició desde el año 300 a.C. -pasando desde Zenón hasta Séneca- creyeron firmemente que la felicidad es el bien supremo que persigue, en primera y última instancia, el amor; no cualquier amor, sino el propio. Un amor que permita a la persona dominar sus pasiones, abandonando con ello el mundo exterior y encontrándose a sí misma a través de la razón. Algo así como: te quiero, te amo, pero me preparo diariamente para que no estés, pues de ti no depende mi felicidad. “Sústine et ábstine” (soporta y renuncia), fue un mantra estoico.

¿Qué será el amor? Erich Fromm decía: “naces solo y mueres solo, y en el paréntesis la soledad es tan grande que necesitas compartir la vida para olvidarlo”

Para mí el amor es el acto de justicia divina que nos devuelve el alma, cuando perdimos la razón de vivir.

¿Para ti, qué significa?

Voy y vengo.