/ viernes 15 de marzo de 2024

Rostros

Dedicada a mi esposa

Escuché a alguien hablar sobre Milan Kundera, aquel gran dramaturgo polaco que escribió una narrativa titulada: “La insoportable levedad del ser” -la cual, querida lectora, querido lector, deberías leer-. Este escritor decía que “el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética”. A diferencia de él, creo que no es una palabra, sino una cara.

La vida sucede así, en rostros; episodios que nos permiten involucrarnos con nuevos seres humanos en entornos que hoy ni siquiera imaginamos. No es poca cosa, nuestro paso por esta tierra no sólo se va llenado de kilómetros o años; hay un montón de caras que van desfilando y que se meten por nuestros ojos, acumulando en las bodegas de nuestra mente columnas que, según la emoción, clasificamos en: “si te vi, no me acuerdo”; “te topo, pero no recuerdo tu nombre”; “¡ah, claro, eres tú!”; “¡cómo crees que te voy a olvidar!”; y “jamás te olvidaré”

Fito Paez, que al igual que mi esposa, cumplió años el pasado 13 de marzo, decía en una canción: “hay recuerdos que no voy a borrar, personas que no voy a olvidar, aromas que me quiero llevar”, dejaba claro que la gente se va convirtiendo en ese único capital que realmente conservaremos después de que la muerte nos alcance. Quizá, sean de las pocas cosas que valga la pena transformar y conservar pues, ante la leyenda urbana que afirma que nuestra existencia completa se reproduce frente a nosotros en una película luego de que fallecemos, más vale que las caras que amamos sean la constante y no la carencia.

La humanidad necesita llenar su alma de rostros para no sentirse sola. Una de las manifestaciones psicológicas más comunes es la pareidolia -la cual se define como: “la tendencia de ver caras o figuras humanas en cualquier superficie o área, tal como en las paredes, el cielo, etc.” (Genovés, 2022). Esto es muy posible pues, en mi caso, veo a mi esposa o mi hija en todo lo que me rodea, en todo lo que hago, en todo lo que soy. Sí, ya sé, estoy sublimando algo que tiene otra interpretación, pero conecto con el fondo: la sensación de compañía, de cariño, de empatía, la buscamos toda nuestra existencia y, en el camino, llenamos de rostros la mochila, de experiencias, de paisajes. No sabemos cuál de todos los instantes que guardamos nos transformará la vida.

Hace 4 años, un 14 de marzo, le pedí a mi novia que se convirtiera en mi esposa. Su cara ya la había visto tiempo atrás y la reservé en mis “pensamientos bonitos”. Un día, previo a construir nuestro idilio de amor, durante una cena, sus ojos, su nariz y su boca, salieron de mi mochila de “tal vez” y se quedaron clavados en la memoria. Su nombre dejó de ser uno más, del montón, para convertirse en esa palabra que Milan Kundera describió. Ella se convirtió en un minuto de mi vida, en uno muy feliz, en uno que diariamente lucha por alargarse hasta que todos los relojes del mundo se queden sin batería.

Un día como hoy, pero del 2020, una pandemia nos llevó al encierro. Lo único que nos quedó, ante la imposibilidad de interactuar, eran los rostros en fotos y videollamadas. Teníamos fe de volver a verlos más adelante, o cuando las cosas se relajaran. No duró poco. Para muchos seres humanos, lo único trascendente, al borde de la muerte, cuando el oxígeno se acababa en las salas de terapia intensiva, era ver, a través del celular, la cara de esos seres amados; otros, por el contrario, tuvieron que conformarse con los ojos cubiertos con micas, de aquellos médicos que les asistieron y despidieron.

Dostoïevski firmó su obra “Noches blancas” diciendo: “¡Dios mío! ¡Todo un minuto de felicidad! ¿Acaso es poco para toda una vida humana?

Seamos la cara y el minuto del amor para nuestros semejantes.

Voy y vengo


Director de Derecho, Economía y Relaciones Internacionales

Tecnológico de Monterrey campus Chihuahua

lgortizc@gmail.com

youtube: lgortizc


Dedicada a mi esposa

Escuché a alguien hablar sobre Milan Kundera, aquel gran dramaturgo polaco que escribió una narrativa titulada: “La insoportable levedad del ser” -la cual, querida lectora, querido lector, deberías leer-. Este escritor decía que “el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética”. A diferencia de él, creo que no es una palabra, sino una cara.

La vida sucede así, en rostros; episodios que nos permiten involucrarnos con nuevos seres humanos en entornos que hoy ni siquiera imaginamos. No es poca cosa, nuestro paso por esta tierra no sólo se va llenado de kilómetros o años; hay un montón de caras que van desfilando y que se meten por nuestros ojos, acumulando en las bodegas de nuestra mente columnas que, según la emoción, clasificamos en: “si te vi, no me acuerdo”; “te topo, pero no recuerdo tu nombre”; “¡ah, claro, eres tú!”; “¡cómo crees que te voy a olvidar!”; y “jamás te olvidaré”

Fito Paez, que al igual que mi esposa, cumplió años el pasado 13 de marzo, decía en una canción: “hay recuerdos que no voy a borrar, personas que no voy a olvidar, aromas que me quiero llevar”, dejaba claro que la gente se va convirtiendo en ese único capital que realmente conservaremos después de que la muerte nos alcance. Quizá, sean de las pocas cosas que valga la pena transformar y conservar pues, ante la leyenda urbana que afirma que nuestra existencia completa se reproduce frente a nosotros en una película luego de que fallecemos, más vale que las caras que amamos sean la constante y no la carencia.

La humanidad necesita llenar su alma de rostros para no sentirse sola. Una de las manifestaciones psicológicas más comunes es la pareidolia -la cual se define como: “la tendencia de ver caras o figuras humanas en cualquier superficie o área, tal como en las paredes, el cielo, etc.” (Genovés, 2022). Esto es muy posible pues, en mi caso, veo a mi esposa o mi hija en todo lo que me rodea, en todo lo que hago, en todo lo que soy. Sí, ya sé, estoy sublimando algo que tiene otra interpretación, pero conecto con el fondo: la sensación de compañía, de cariño, de empatía, la buscamos toda nuestra existencia y, en el camino, llenamos de rostros la mochila, de experiencias, de paisajes. No sabemos cuál de todos los instantes que guardamos nos transformará la vida.

Hace 4 años, un 14 de marzo, le pedí a mi novia que se convirtiera en mi esposa. Su cara ya la había visto tiempo atrás y la reservé en mis “pensamientos bonitos”. Un día, previo a construir nuestro idilio de amor, durante una cena, sus ojos, su nariz y su boca, salieron de mi mochila de “tal vez” y se quedaron clavados en la memoria. Su nombre dejó de ser uno más, del montón, para convertirse en esa palabra que Milan Kundera describió. Ella se convirtió en un minuto de mi vida, en uno muy feliz, en uno que diariamente lucha por alargarse hasta que todos los relojes del mundo se queden sin batería.

Un día como hoy, pero del 2020, una pandemia nos llevó al encierro. Lo único que nos quedó, ante la imposibilidad de interactuar, eran los rostros en fotos y videollamadas. Teníamos fe de volver a verlos más adelante, o cuando las cosas se relajaran. No duró poco. Para muchos seres humanos, lo único trascendente, al borde de la muerte, cuando el oxígeno se acababa en las salas de terapia intensiva, era ver, a través del celular, la cara de esos seres amados; otros, por el contrario, tuvieron que conformarse con los ojos cubiertos con micas, de aquellos médicos que les asistieron y despidieron.

Dostoïevski firmó su obra “Noches blancas” diciendo: “¡Dios mío! ¡Todo un minuto de felicidad! ¿Acaso es poco para toda una vida humana?

Seamos la cara y el minuto del amor para nuestros semejantes.

Voy y vengo


Director de Derecho, Economía y Relaciones Internacionales

Tecnológico de Monterrey campus Chihuahua

lgortizc@gmail.com

youtube: lgortizc