/ jueves 10 de enero de 2019

Año nuevo, ¿nuevo régimen político?

Perfil humano

Eduardo Fernández


Inicia el año 2019 con un nuevo gobierno federal y una composición mayoritaria del partido en el poder tanto en el congreso federal como en buena parte de los congresos estatales.

Esta hegemonía que no había tenido un partido desde la reforma electoral de 1996 conlleva a que el presidente López Obrador y colaboradores intenten ir más allá de un cambio alternativo para pretender crear un nuevo régimen político.

La cuarta transformación prometida en campaña por el tabasqueño está en marcha pero nadie sabe a ciencia cierta hacia dónde se dirige y si no es sólo un eufemismo para intentar regresar al viejo régimen presidencialista autoritario con la imposición de un partido hegemónico.

Los regímenes políticos se pueden clasificar en democráticos y no democráticos. Los primeros a su vez pueden ser presidencialistas o parlamentarios. En la época posterior a la Segunda Guerra Mundial surgieron distintos estados en las áreas dominadas antes por los imperios, los cuales se caracterizaban por tener una fachada democrática bajo la férula de un líder popular.

A este tipo de regímenes democráticos formales pero de control autocrático se les denomina autoritarios. No son la clásica dictadura despótica que se impone por la fuerza sino usualmente un estilo paternalista de gobernar que llega más bien por la vía electoral.

López Obrador realizó tres campañas presidenciales antes de poder ser el nuevo inquilino del Palacio Nacional. En su brega proselitista adquirió una gran popularidad que se reflejó con el voto de más de 30 millones de ciudadanos, capital político que no habían logrado sus antecesores, ni siquiera el primer presidente de la alternancia en el 2000.

Ahora AMLO pretende invertir el capital político adquirido para dar un giro de 180 grados a la política mexicana para lograr superar las tradicionales carencias de la mayoría de los mexicanos.

El problema es que las buenas intenciones chocan con la dura realidad y las condiciones en que se encuentra el país no son precisamente las más adecuadas para lograr el prometido despegue y lograr un desarrollo sostenido como en la década de los años sesenta.

México es otro país distinto al del 68 debido en buena medida a los avances democráticos logrados poco a poco hasta quitarle al gobierno el poder del control electoral así como el manejo de las finanzas con la autonomía del Banco de México.

Las crisis económicas que sufrieron los mexicanos desde Echeverría hasta Salinas de Gortari se debieron en buena parte a las facultades metaconstitucionales del presidente en turno que le permitían no sólo dirigir a su gusto la política, sino también la economía.

La Presidencia de la República a pesar de su desgaste y desprestigio continúa concentrando el poder en demérito no sólo de los otros poderes sino también de los estados “libres” y “soberanos”, así como de sus municipios.

El gran repartidor de recursos sigue siendo el jefe del Ejecutivo como se volvió a demostrar con la elaboración del presupuesto del 2019. La óptica presidencial se impuso a través de sus mayorías legislativas. Como en el pasado, venció pero no convenció.

Esta tendencia a repetir el antiguo presidencialismo autoritario puede ser costosa para los mexicanos si no se fortalecen los otros poderes e instituciones que deberían ser un contrapeso para que funcione una auténtica democracia.

Los caudillos en el pasado y en el presente por muy populares que sean (Santa Anna lo era) no son la solución mágica para terminar con las ancestrales carencias que agobian a las mayorías. Por ello se espera que el actual régimen, que se precia de ser de izquierda, demuestre en los hechos que es una verdadera socialdemocracia y no sólo otro intento costoso de bonapartismo a la mexicana.

Perfil humano

Eduardo Fernández


Inicia el año 2019 con un nuevo gobierno federal y una composición mayoritaria del partido en el poder tanto en el congreso federal como en buena parte de los congresos estatales.

Esta hegemonía que no había tenido un partido desde la reforma electoral de 1996 conlleva a que el presidente López Obrador y colaboradores intenten ir más allá de un cambio alternativo para pretender crear un nuevo régimen político.

La cuarta transformación prometida en campaña por el tabasqueño está en marcha pero nadie sabe a ciencia cierta hacia dónde se dirige y si no es sólo un eufemismo para intentar regresar al viejo régimen presidencialista autoritario con la imposición de un partido hegemónico.

Los regímenes políticos se pueden clasificar en democráticos y no democráticos. Los primeros a su vez pueden ser presidencialistas o parlamentarios. En la época posterior a la Segunda Guerra Mundial surgieron distintos estados en las áreas dominadas antes por los imperios, los cuales se caracterizaban por tener una fachada democrática bajo la férula de un líder popular.

A este tipo de regímenes democráticos formales pero de control autocrático se les denomina autoritarios. No son la clásica dictadura despótica que se impone por la fuerza sino usualmente un estilo paternalista de gobernar que llega más bien por la vía electoral.

López Obrador realizó tres campañas presidenciales antes de poder ser el nuevo inquilino del Palacio Nacional. En su brega proselitista adquirió una gran popularidad que se reflejó con el voto de más de 30 millones de ciudadanos, capital político que no habían logrado sus antecesores, ni siquiera el primer presidente de la alternancia en el 2000.

Ahora AMLO pretende invertir el capital político adquirido para dar un giro de 180 grados a la política mexicana para lograr superar las tradicionales carencias de la mayoría de los mexicanos.

El problema es que las buenas intenciones chocan con la dura realidad y las condiciones en que se encuentra el país no son precisamente las más adecuadas para lograr el prometido despegue y lograr un desarrollo sostenido como en la década de los años sesenta.

México es otro país distinto al del 68 debido en buena medida a los avances democráticos logrados poco a poco hasta quitarle al gobierno el poder del control electoral así como el manejo de las finanzas con la autonomía del Banco de México.

Las crisis económicas que sufrieron los mexicanos desde Echeverría hasta Salinas de Gortari se debieron en buena parte a las facultades metaconstitucionales del presidente en turno que le permitían no sólo dirigir a su gusto la política, sino también la economía.

La Presidencia de la República a pesar de su desgaste y desprestigio continúa concentrando el poder en demérito no sólo de los otros poderes sino también de los estados “libres” y “soberanos”, así como de sus municipios.

El gran repartidor de recursos sigue siendo el jefe del Ejecutivo como se volvió a demostrar con la elaboración del presupuesto del 2019. La óptica presidencial se impuso a través de sus mayorías legislativas. Como en el pasado, venció pero no convenció.

Esta tendencia a repetir el antiguo presidencialismo autoritario puede ser costosa para los mexicanos si no se fortalecen los otros poderes e instituciones que deberían ser un contrapeso para que funcione una auténtica democracia.

Los caudillos en el pasado y en el presente por muy populares que sean (Santa Anna lo era) no son la solución mágica para terminar con las ancestrales carencias que agobian a las mayorías. Por ello se espera que el actual régimen, que se precia de ser de izquierda, demuestre en los hechos que es una verdadera socialdemocracia y no sólo otro intento costoso de bonapartismo a la mexicana.