/ martes 20 de agosto de 2019

El mundo ha cambiado

Después de la Segunda Guerra Mundial el mundo, poco a poco primero y aceleradamente después, comenzó a cambiar. La modificación geográfica de algunos países, la unión de otros en la búsqueda de la paz y el desarrollo, las rebeliones y revoluciones en otros más; acontecimientos como la carrera espacial, la Guerra Fría, la caída del muro de Berlín, la guerra de Vietnam, las guerras civiles en Centroamérica y en Oriente Medio, la carrera armamentista, los refugiados y la migración, entre otros acontecimientos, han marcado las relaciones internacionales.

A lo anterior se suma el desarrollo de la revolución industrial, los avances de la medicina y la ciencia, la expansión del narcotráfico, una mayor presencia de los medios de comunicación en la sociedad, la revolución tecnológica, la tendencia a la participación de los ciudadanos en las esferas políticas y gubernamentales.

Y en el campo de las costumbres y las relaciones humanas: una mayor libertad de pensamiento –cuando menos en Occidente-, una revolución “moral” que ha desvirtuado valores tradicionales, una apertura a conductas que antes se consideraban atentatorias a instituciones como el matrimonio y la familia, un alejamiento de las religiones tradicionales y el surgimiento de grupos y sectas supuestamente religiosos pero con objetivos poco claros, una liberación sexual con consecuencias negativas en muchos casos, un aumento de divorcios y separaciones matrimoniales, así como de relaciones con hijos no deseados, uniones de hecho y amor libre, y un largo etcétera.

El mundo para quienes frisan algunas décadas ya es otro, y para enfrentar todo aquello que incide de manera negativa en las relaciones humanas, o atenta contra la dignidad humana y los valores universales que han dado base a la civilización en Occidente y no poco a otras culturas, se necesita hacerlo con elementos acordes a la realidad actual.

En Canadá y Estados Unidos se cierran templos y se destinan a museos; Europa se vuelve más atea y no creyente; se persigue a los cristianos en África y los países musulmanes; en América Latina avanzan las sectas y la promoción de “nuevos modelos familiares”, así como los atentados contra la vida; en África las esperanzas de desarrollo se ven cada vez más lejanas; Asia crece económicamente, pero la secularización aumenta. De cara a todo ello, ¿qué hacen los cristianos?

El Papa Juan Pablo II ya nos instaba, al comenzar el tercer milenio, a emprender una nueva evangelización, nueva en su expresión, en sus métodos y en su ardor.

No es posible mantenerse en el plano doctrinal únicamente, hace falta más que nada el testimonio de Jesucristo manifestado en el amor a Dios y a los demás, de modo concreto, no sólo de palabras sino de hechos. ¿Lo ven?


Después de la Segunda Guerra Mundial el mundo, poco a poco primero y aceleradamente después, comenzó a cambiar. La modificación geográfica de algunos países, la unión de otros en la búsqueda de la paz y el desarrollo, las rebeliones y revoluciones en otros más; acontecimientos como la carrera espacial, la Guerra Fría, la caída del muro de Berlín, la guerra de Vietnam, las guerras civiles en Centroamérica y en Oriente Medio, la carrera armamentista, los refugiados y la migración, entre otros acontecimientos, han marcado las relaciones internacionales.

A lo anterior se suma el desarrollo de la revolución industrial, los avances de la medicina y la ciencia, la expansión del narcotráfico, una mayor presencia de los medios de comunicación en la sociedad, la revolución tecnológica, la tendencia a la participación de los ciudadanos en las esferas políticas y gubernamentales.

Y en el campo de las costumbres y las relaciones humanas: una mayor libertad de pensamiento –cuando menos en Occidente-, una revolución “moral” que ha desvirtuado valores tradicionales, una apertura a conductas que antes se consideraban atentatorias a instituciones como el matrimonio y la familia, un alejamiento de las religiones tradicionales y el surgimiento de grupos y sectas supuestamente religiosos pero con objetivos poco claros, una liberación sexual con consecuencias negativas en muchos casos, un aumento de divorcios y separaciones matrimoniales, así como de relaciones con hijos no deseados, uniones de hecho y amor libre, y un largo etcétera.

El mundo para quienes frisan algunas décadas ya es otro, y para enfrentar todo aquello que incide de manera negativa en las relaciones humanas, o atenta contra la dignidad humana y los valores universales que han dado base a la civilización en Occidente y no poco a otras culturas, se necesita hacerlo con elementos acordes a la realidad actual.

En Canadá y Estados Unidos se cierran templos y se destinan a museos; Europa se vuelve más atea y no creyente; se persigue a los cristianos en África y los países musulmanes; en América Latina avanzan las sectas y la promoción de “nuevos modelos familiares”, así como los atentados contra la vida; en África las esperanzas de desarrollo se ven cada vez más lejanas; Asia crece económicamente, pero la secularización aumenta. De cara a todo ello, ¿qué hacen los cristianos?

El Papa Juan Pablo II ya nos instaba, al comenzar el tercer milenio, a emprender una nueva evangelización, nueva en su expresión, en sus métodos y en su ardor.

No es posible mantenerse en el plano doctrinal únicamente, hace falta más que nada el testimonio de Jesucristo manifestado en el amor a Dios y a los demás, de modo concreto, no sólo de palabras sino de hechos. ¿Lo ven?