/ martes 28 de noviembre de 2023

Hechos y criterios | Al final de nuestra vida

Todos, en algún momento, llegaremos al final de nuestra existencia. Algunos por un accidente, un homicidio, una enfermedad, un suicidio o por cualquier otra causa. Hay mil maneras de morir, y de enfrentar la muerte siempre y cuando uno se dé cuenta de su arribo.

Aunque cueste creerlo no son pocos los que en ese momento supremo realizan un examen de su vida, y entonces se dan cuenta de varias cosas, entre ellas, la más común, el que su existencia podía haber tomado otros derroteros, y que a veces el mal realizado les cobra factura.

Son innumerables los casos de lamentaciones y arrepentimiento final, unos por haber dejado que el poder, la codicia, la envidia, la sed de venganza u otras cosas parecidas se apoderaran de ellos, otros por aferrarse a sus criterios o ideologías y no permitir que la verdad resplandeciera en su vida.

Recuerdo ahora, entre otras situaciones, visto en una película, el lamento de un dignatario eclesiástico que, antes de morir, expresaba que su misión no fue cumplida porque se enfocó, por su ambición, en otros cometidos no muy santos, y su fidelidad se tambaleó.

El rey seleúcida Antíoco IV Epífanes –imperio que abarcaba entonces Siria, Líbano, Irak y partes de Irán y Turquía- durante su reinado (175 – 164 a.C.) buscó aplicar la cultura griega o helenización en todo su reino y sus dominios, pero se enfrentó con Israel que buscaba mantener su Ley y su Templo. Antíoco logró prosperar por medio de sus intrigas, pillaje, dádivas, y su pródigo estilo de vida. Entre sus correrías hizo gran daño en Judea, saqueó el Templo de Jerusalén y persiguió a los judíos fieles a la Ley. Al final de sus días le entró una profunda melancolía y sintió que iba a morir. Llamó a sus amigos y les dijo: “Huye el sueño de mis ojos y mi corazón desfallece de ansiedad. Me decía a mí mismo. ¿Por qué he llegado a este extremo de aflicción y me encuentro en tan gran tribulación, siendo así que he sido bueno y amado en mi gobierno? Pero ahora caigo en cuenta de los males que hice en Jerusalén, cuando me llevé los objetos de plata y oro que en ella había y mandé exterminar sin motivo a los habitantes de Judá. Reconozco que por esta causa me han sobrevenido los males presentes y muero de inmensa pesadumbre en tierra extraña” (I Macabeos, 6, 10 – 13).

Los cristianos estamos por iniciar el tiempo de Adviento que prepara la Navidad. Es un tiempo de vigilancia, de revisión de nuestro paso por este mundo y un llamado a la conversión. Es tiempo de acercarnos a Dios, pedir su misericordia y su perdón, dejar atrás lo malo que hayamos hecho y enfocarnos en realizar el bien. No nos pase que la muerte –nadie sabe su día y su hora- nos tome desprevenidos y lo lamentemos. ¿Lo ven?


Todos, en algún momento, llegaremos al final de nuestra existencia. Algunos por un accidente, un homicidio, una enfermedad, un suicidio o por cualquier otra causa. Hay mil maneras de morir, y de enfrentar la muerte siempre y cuando uno se dé cuenta de su arribo.

Aunque cueste creerlo no son pocos los que en ese momento supremo realizan un examen de su vida, y entonces se dan cuenta de varias cosas, entre ellas, la más común, el que su existencia podía haber tomado otros derroteros, y que a veces el mal realizado les cobra factura.

Son innumerables los casos de lamentaciones y arrepentimiento final, unos por haber dejado que el poder, la codicia, la envidia, la sed de venganza u otras cosas parecidas se apoderaran de ellos, otros por aferrarse a sus criterios o ideologías y no permitir que la verdad resplandeciera en su vida.

Recuerdo ahora, entre otras situaciones, visto en una película, el lamento de un dignatario eclesiástico que, antes de morir, expresaba que su misión no fue cumplida porque se enfocó, por su ambición, en otros cometidos no muy santos, y su fidelidad se tambaleó.

El rey seleúcida Antíoco IV Epífanes –imperio que abarcaba entonces Siria, Líbano, Irak y partes de Irán y Turquía- durante su reinado (175 – 164 a.C.) buscó aplicar la cultura griega o helenización en todo su reino y sus dominios, pero se enfrentó con Israel que buscaba mantener su Ley y su Templo. Antíoco logró prosperar por medio de sus intrigas, pillaje, dádivas, y su pródigo estilo de vida. Entre sus correrías hizo gran daño en Judea, saqueó el Templo de Jerusalén y persiguió a los judíos fieles a la Ley. Al final de sus días le entró una profunda melancolía y sintió que iba a morir. Llamó a sus amigos y les dijo: “Huye el sueño de mis ojos y mi corazón desfallece de ansiedad. Me decía a mí mismo. ¿Por qué he llegado a este extremo de aflicción y me encuentro en tan gran tribulación, siendo así que he sido bueno y amado en mi gobierno? Pero ahora caigo en cuenta de los males que hice en Jerusalén, cuando me llevé los objetos de plata y oro que en ella había y mandé exterminar sin motivo a los habitantes de Judá. Reconozco que por esta causa me han sobrevenido los males presentes y muero de inmensa pesadumbre en tierra extraña” (I Macabeos, 6, 10 – 13).

Los cristianos estamos por iniciar el tiempo de Adviento que prepara la Navidad. Es un tiempo de vigilancia, de revisión de nuestro paso por este mundo y un llamado a la conversión. Es tiempo de acercarnos a Dios, pedir su misericordia y su perdón, dejar atrás lo malo que hayamos hecho y enfocarnos en realizar el bien. No nos pase que la muerte –nadie sabe su día y su hora- nos tome desprevenidos y lo lamentemos. ¿Lo ven?