/ sábado 4 de mayo de 2024

En el bicentenario de Anton Bruckner: Un sinfonista portentoso

El austriaco Anton Bruckner (Ansfelden 1824-Viena, 1896) fue un músico más bien ninguneado en su tiempo, y conocidas son las opiniones contrarias de célebres colegas suyos como su mayor Richard Wagner que lo consideraba uno de los escasos compositores (después de su idolatrado Beethoven) con verdaderas ideas sinfónicas, y su menor Gustav Mahler que emprendió toda una abierta campaña a su favor. Más allá de estas diferencias, lo cierto es que su obra influiría en gran medida en el desarrollo de la música contemporánea, y músicos importantes como el propio Mahler, Alexander von Zemlinsky, Arnold Schönberg, Wilhelm Furtwängler, Paul Hindemith y Herbert von Karajan, entre otros, encontraron inspiración en sus grandiosas e innovadoras sinfonías, incluyendo otros directores más jóvenes que se han sentido atraídos por su música.

Si el revolucionario e imponente acervo escénico de Wagner se ha relacionado injustamente con el Tercer Reich por la declarada postura antisemita del compositor, mucho más excesivo resulta el prolongado silenciamiento del que fue víctima la obra de Bruckner porque al dictador se le ocurrió encontrar y manifestar en su vida y en su obra inspiradoras un no menos evidente motivo propagandístico. La imagen del compositor campirano que había conseguido superarse y crear una obra académica sin tache les resultaba muy conveniente para asentar el origen y el ascenso del Führer, su procedencia humilde y su encumbramiento en su caso (el de Hitler, por supuesto) cargado de megalomanía y esquizofrenia.

Uno de los últimos representantes del Romanticismo austroalemán, Bruckner escribió música para órgano (su instrumento de cabecera), de cámara, coral (además de un Requiem, una Misa Solemnis, siguiendo la herencia de Mozart y Beethoven, su Te Deum constituye un prodigio de escritura en su género) y principalmente sinfónica, género este último en cual destacó con particular e inconfundible genio. Casi todas sus nueve sinfonías suelen estar en repertorio, unas más que otras, y de unas décadas para acá, cuando se consolidó definitivamente su justa incorporación a los programas y acervos discográficos, figuran sobre todo la Cuarta o Romántica, la Sexta, la Séptima que es un verdadero prodigio de grandilocuente orquestación y la Novena en la cual trabajaba cuando la muerte lo sorprendió en 1896.

Su maravillosa Séptima está dedicada precisamente a él, cercana a la muerte del Maestro, como le llamaba, si bien su poética termina estando más bien distante de la de su modelo. Esta aureola de profundidad terminaría por encontrar un campo más fértil precisamente dentro de la nomenclatura sinfónica dentro de la cual es considerado ya hoy sin duda uno de sus grandes exponentes, dentro de una tradición alemana que tuvo en Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms, Bruckner, Mahler y Strauss a sus más excepcionales exponentes, en dos o más líneas antagóncas pero igualmente complementarias.

La salud de Bruckner se había venido deteriorando gradualmente, por lo que iniciada la década de los ochenta tuvo que abandonar sus actividades docentes y oficiales, refugiándose ya solo en la composición, en la escritura obsesiva su Novena y última sinfonía, número cabalístico que más tarde llevaría a Mahler a demorar la escritura de la suya y apresurar una subsiguiente inacabada. Hasta entonces reconocido en la Viena donde se le había visto más bien con recelo, el Emperador le concedió en 1895 el privilegio de alquilar gratis un departamento en el Palacio del Belvedere donde pasó su último año de vida. Con un poder creativo infatigable, el compositor continuó escribiendo su obra, pero de esa Novena sólo terminaría los primeros tres movimientos, dejando el cuarto apenas esbozado.

El austriaco Anton Bruckner (Ansfelden 1824-Viena, 1896) fue un músico más bien ninguneado en su tiempo, y conocidas son las opiniones contrarias de célebres colegas suyos como su mayor Richard Wagner que lo consideraba uno de los escasos compositores (después de su idolatrado Beethoven) con verdaderas ideas sinfónicas, y su menor Gustav Mahler que emprendió toda una abierta campaña a su favor. Más allá de estas diferencias, lo cierto es que su obra influiría en gran medida en el desarrollo de la música contemporánea, y músicos importantes como el propio Mahler, Alexander von Zemlinsky, Arnold Schönberg, Wilhelm Furtwängler, Paul Hindemith y Herbert von Karajan, entre otros, encontraron inspiración en sus grandiosas e innovadoras sinfonías, incluyendo otros directores más jóvenes que se han sentido atraídos por su música.

Si el revolucionario e imponente acervo escénico de Wagner se ha relacionado injustamente con el Tercer Reich por la declarada postura antisemita del compositor, mucho más excesivo resulta el prolongado silenciamiento del que fue víctima la obra de Bruckner porque al dictador se le ocurrió encontrar y manifestar en su vida y en su obra inspiradoras un no menos evidente motivo propagandístico. La imagen del compositor campirano que había conseguido superarse y crear una obra académica sin tache les resultaba muy conveniente para asentar el origen y el ascenso del Führer, su procedencia humilde y su encumbramiento en su caso (el de Hitler, por supuesto) cargado de megalomanía y esquizofrenia.

Uno de los últimos representantes del Romanticismo austroalemán, Bruckner escribió música para órgano (su instrumento de cabecera), de cámara, coral (además de un Requiem, una Misa Solemnis, siguiendo la herencia de Mozart y Beethoven, su Te Deum constituye un prodigio de escritura en su género) y principalmente sinfónica, género este último en cual destacó con particular e inconfundible genio. Casi todas sus nueve sinfonías suelen estar en repertorio, unas más que otras, y de unas décadas para acá, cuando se consolidó definitivamente su justa incorporación a los programas y acervos discográficos, figuran sobre todo la Cuarta o Romántica, la Sexta, la Séptima que es un verdadero prodigio de grandilocuente orquestación y la Novena en la cual trabajaba cuando la muerte lo sorprendió en 1896.

Su maravillosa Séptima está dedicada precisamente a él, cercana a la muerte del Maestro, como le llamaba, si bien su poética termina estando más bien distante de la de su modelo. Esta aureola de profundidad terminaría por encontrar un campo más fértil precisamente dentro de la nomenclatura sinfónica dentro de la cual es considerado ya hoy sin duda uno de sus grandes exponentes, dentro de una tradición alemana que tuvo en Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms, Bruckner, Mahler y Strauss a sus más excepcionales exponentes, en dos o más líneas antagóncas pero igualmente complementarias.

La salud de Bruckner se había venido deteriorando gradualmente, por lo que iniciada la década de los ochenta tuvo que abandonar sus actividades docentes y oficiales, refugiándose ya solo en la composición, en la escritura obsesiva su Novena y última sinfonía, número cabalístico que más tarde llevaría a Mahler a demorar la escritura de la suya y apresurar una subsiguiente inacabada. Hasta entonces reconocido en la Viena donde se le había visto más bien con recelo, el Emperador le concedió en 1895 el privilegio de alquilar gratis un departamento en el Palacio del Belvedere donde pasó su último año de vida. Con un poder creativo infatigable, el compositor continuó escribiendo su obra, pero de esa Novena sólo terminaría los primeros tres movimientos, dejando el cuarto apenas esbozado.