/ viernes 8 de julio de 2022

Fanatismo e intransigencia | Juana de Arco en la hoguera, de Honegger, en el Teatro Real

Por: Mario Saavedra

A la memoria del hondo poeta y sabio operómano Eduardo Lizalde

A partir de un fantasmal poema simbolista del escritor francés Paul Claudel que igual escribió el libreto, el oratorio dramático en once escenas Juana de Arco en la hoguera (1935) constituye uno de los ejercicios más arriesgados no sólo del ecléctico catálogo del compositor igualmente galo Arthur Honegger, sino de todo el conflictuado e inestable periodo de entreguerras. Encargo de la gran bailarina y actriz ucraniana Ida Rubinstein, uno de los íconos por excelencia de la Belle Époque, su concepción significó uno de los trabajos de asociación creativa más interesantes, entre otras razones porque implicó la coincidencia de dos grandes talentos con estéticas e ideologías no del todo coincidentes pero comprometidos con una misma causa.

Miembro del conocido grupo de ruptura de Los Seis y autor de la banda sonora del célebre Napoleón mudo de Abel Gance, de 1927, Honegger concentra en esta obra nodal de su legado algunos de los elementos distintivos de su estilo, a decir, su peculiar replanteamiento del contrapunto bachiano, sus enfáticos ritmos que aquí subrayan el in crescendo trágico, su no menos peculiar amplitud melódica, el empleo impresionista de las sonoridades orquestales como una clara influencia debussiana y su preocupación por la estructura formal como un todo coherente ––herencia indirecta de Wagner–– que debe comunicar y trascender en la conciencia del escucha/espectador.

Caballito de batalla desde hace una década de la premiada y hermosa gran actriz francesa Marion Cotillard, se ha estrenado ahora en el Teatro Real de Madrid, en una gran coproducción con la Ópera de Fráncfort con una no menos arriesgada y propositiva puesta de uno de los fundadores de la Fura dels Baus, Àlex Ollé, que hace honor al sentido originalmente revolucionario planteado por Honegger y Claudel.

Si los firmantes originales se propusieron hacer eco de la sinrazón y el fanatismo medievales que desencadenaron la tragedia de Juana de Arco de frente a los no menos enfermos excesos de un nazismo en ciernes, Ollé recrudece ese sentido de actualidad en un contexto donde parecieran volver a predominar la brutalidad y la intransigencia, el odio y los extremismos. El drama tiene lugar durante el juicio y la ejecución de la heroína, quien atada a la hoguera recuerda los episodios cruciales de su existencia; de hecho Claudel era católico confeso, y su diatriba lírica igual condena el oscurantismo y la barbarie que condujeron a una expiación inadmisible. El director testimonia entonces la atemporalidad de la degradación humana, de los fanatismos y nacionalismos extremos que atentan siempre contra la dignidad y la vida misma, contra toda posible forma de cordura o de sensatez.

Y como la evolución del arte se entiende mejor como una suma de estelas a la vez sucesivas y discrepantes, de continuidad y de ruptura, la inclusión a manera de prólogo de la cantata en apariencia antitética en su estilo La damisela elegida (1889), del para entonces todavía obsesivamente wagneriano Claude Debussy de casi medio siglo atrás, se ha justificado por varias razones tanto musicales como dramáticas. Un gran acierto en todos los sentidos.


Por: Mario Saavedra

A la memoria del hondo poeta y sabio operómano Eduardo Lizalde

A partir de un fantasmal poema simbolista del escritor francés Paul Claudel que igual escribió el libreto, el oratorio dramático en once escenas Juana de Arco en la hoguera (1935) constituye uno de los ejercicios más arriesgados no sólo del ecléctico catálogo del compositor igualmente galo Arthur Honegger, sino de todo el conflictuado e inestable periodo de entreguerras. Encargo de la gran bailarina y actriz ucraniana Ida Rubinstein, uno de los íconos por excelencia de la Belle Époque, su concepción significó uno de los trabajos de asociación creativa más interesantes, entre otras razones porque implicó la coincidencia de dos grandes talentos con estéticas e ideologías no del todo coincidentes pero comprometidos con una misma causa.

Miembro del conocido grupo de ruptura de Los Seis y autor de la banda sonora del célebre Napoleón mudo de Abel Gance, de 1927, Honegger concentra en esta obra nodal de su legado algunos de los elementos distintivos de su estilo, a decir, su peculiar replanteamiento del contrapunto bachiano, sus enfáticos ritmos que aquí subrayan el in crescendo trágico, su no menos peculiar amplitud melódica, el empleo impresionista de las sonoridades orquestales como una clara influencia debussiana y su preocupación por la estructura formal como un todo coherente ––herencia indirecta de Wagner–– que debe comunicar y trascender en la conciencia del escucha/espectador.

Caballito de batalla desde hace una década de la premiada y hermosa gran actriz francesa Marion Cotillard, se ha estrenado ahora en el Teatro Real de Madrid, en una gran coproducción con la Ópera de Fráncfort con una no menos arriesgada y propositiva puesta de uno de los fundadores de la Fura dels Baus, Àlex Ollé, que hace honor al sentido originalmente revolucionario planteado por Honegger y Claudel.

Si los firmantes originales se propusieron hacer eco de la sinrazón y el fanatismo medievales que desencadenaron la tragedia de Juana de Arco de frente a los no menos enfermos excesos de un nazismo en ciernes, Ollé recrudece ese sentido de actualidad en un contexto donde parecieran volver a predominar la brutalidad y la intransigencia, el odio y los extremismos. El drama tiene lugar durante el juicio y la ejecución de la heroína, quien atada a la hoguera recuerda los episodios cruciales de su existencia; de hecho Claudel era católico confeso, y su diatriba lírica igual condena el oscurantismo y la barbarie que condujeron a una expiación inadmisible. El director testimonia entonces la atemporalidad de la degradación humana, de los fanatismos y nacionalismos extremos que atentan siempre contra la dignidad y la vida misma, contra toda posible forma de cordura o de sensatez.

Y como la evolución del arte se entiende mejor como una suma de estelas a la vez sucesivas y discrepantes, de continuidad y de ruptura, la inclusión a manera de prólogo de la cantata en apariencia antitética en su estilo La damisela elegida (1889), del para entonces todavía obsesivamente wagneriano Claude Debussy de casi medio siglo atrás, se ha justificado por varias razones tanto musicales como dramáticas. Un gran acierto en todos los sentidos.