/ sábado 16 de diciembre de 2023

¡Tampoco es para tanto!: Napoleón, de Ridley Scott

Siempre que un hecho artístico despierta una polémica a su alrededor, pareciera que los involucrados no han considerado que se convierte en una campaña publicitaria en su favor. Ese ha sido el caso de la más reciente película del realizador inglés Ridley Scott, Napoleón, y la controversia se ha tornado mucho más notoria porque se trata de un británico tratando a un icónico personaje ítalo-francés entonces conflictuado con Inglaterra.

Los conservadores han arremetido furiosamente en su contra, cuando la propia Historia ––escrita por lo regular por los “vencedores”–– suele pecar muchas veces de maniquea y poco confiable. Lo cierto es que tampoco es para tanto, porque el mismo Napoleón es uno de esos personajes históricos de quienes más se ha escrito y discutido en los más diversos ámbitos, y esos distintos documentos y disertaciones sobre el ser y sus circunstancias, parafraseando a Ortega y Gasset, nos han ofrecido muy distintas aristas.

Uno de los personajes igualmente más documentados en el séptimo arte, desde el clásico mudo del francés Abel Gance de 1927, de Napoleón tenemos una muy amplia iconografía, y ninguna de esas perspectivas resulta más cierta o engañosa que las otras, siendo todas ellas más bien complementarias para entender a un personaje tan poliédrico como complejo.

La propia crítica cinematográfica ha contribuido a ampliar esta polémica al situarse preferentemente entre quienes condenan o defienden la película de Scott, y en ambos casos valdría la pena decir que cabe algo de verdad, así, con minúsculas, porque nuestras opciones resultarán siempre sesgadas y subjetivas. En cambio nos ofrece un producto visual deslumbrante y pletórico de matices, con todo el sello de la casa, recordándonos así otras grandes producciones scottianas.

Los dimes y diretes en torno a la confiabilidad de lo mostrado por Scott en su retrato de Napoleón y de su época me parecen excesivos, fuera de lugar, porque el arte no está obligado a contar la historia con puntos y señales, eso que lo hagan la propia Historia y en todo caso los biógrafos, y en materia visual, acaso los documentalistas. Que está más o menos apegado a la historia, que se acerca o se distancia de ella, no es algo que a mí en lo particular me importara mucho cuando leí La guerra y la paz de Tolstoi ––ahí figura un Napoleón megalómano, invasor y expansionista, como todo cabeza de un imperio, como el pensado por Beethoven cuando decidió tachar, indignado, la dedicatoria de su Tercera Sinfonía “Heroica” a quien creía defensor a ultranza de la Revolución Francesa y en su ambición la había traicionado al autoerigirse emperador––, o Las memorias de Adriano de Yourcenar, o El general en su laberinto de García Márquez, entre otros muchos célebres ejemplos.

Uno de sus actores predilectos, no sé si la elección de Joaquin Phoenix haya sido la mejor para encarnar al famoso corzo, o la de la hermosa Vanessa Kirby para dar vida a la aquí neurálgica Josefina ––las cartas han dado materia para urdir parte de esta intensa trama emocional––, si bien a los dos no se les puede achacar nada de su impecable trabajo histriónico. Más allá de licencias más o menos escandalosas, de abusos más o menos maniqueos como la propia Historia suele tenerlos, me quedo con la grandilocuencia del discurso visual sobre todo impactante en la ambientación de las batallas (Austerlitz, Borodinó, Waterloo), en la reproducción de época, en la supongo no menos licenciosa ––a quien le consta, en todo caso, lo hecho y dicho en la intimidad–– humanización de los personajes y de la crisis revolucionaria que llevó al propio ascenso de Napoleón. El gran maestro octogenario bien puede darse la libertad de equivocarse, como la propia Historia lo ha hecho en su consignación no siempre precisa y apegada a los hechos, sin que ello tampoco haya cambiado el curso del mundo.

Siempre que un hecho artístico despierta una polémica a su alrededor, pareciera que los involucrados no han considerado que se convierte en una campaña publicitaria en su favor. Ese ha sido el caso de la más reciente película del realizador inglés Ridley Scott, Napoleón, y la controversia se ha tornado mucho más notoria porque se trata de un británico tratando a un icónico personaje ítalo-francés entonces conflictuado con Inglaterra.

Los conservadores han arremetido furiosamente en su contra, cuando la propia Historia ––escrita por lo regular por los “vencedores”–– suele pecar muchas veces de maniquea y poco confiable. Lo cierto es que tampoco es para tanto, porque el mismo Napoleón es uno de esos personajes históricos de quienes más se ha escrito y discutido en los más diversos ámbitos, y esos distintos documentos y disertaciones sobre el ser y sus circunstancias, parafraseando a Ortega y Gasset, nos han ofrecido muy distintas aristas.

Uno de los personajes igualmente más documentados en el séptimo arte, desde el clásico mudo del francés Abel Gance de 1927, de Napoleón tenemos una muy amplia iconografía, y ninguna de esas perspectivas resulta más cierta o engañosa que las otras, siendo todas ellas más bien complementarias para entender a un personaje tan poliédrico como complejo.

La propia crítica cinematográfica ha contribuido a ampliar esta polémica al situarse preferentemente entre quienes condenan o defienden la película de Scott, y en ambos casos valdría la pena decir que cabe algo de verdad, así, con minúsculas, porque nuestras opciones resultarán siempre sesgadas y subjetivas. En cambio nos ofrece un producto visual deslumbrante y pletórico de matices, con todo el sello de la casa, recordándonos así otras grandes producciones scottianas.

Los dimes y diretes en torno a la confiabilidad de lo mostrado por Scott en su retrato de Napoleón y de su época me parecen excesivos, fuera de lugar, porque el arte no está obligado a contar la historia con puntos y señales, eso que lo hagan la propia Historia y en todo caso los biógrafos, y en materia visual, acaso los documentalistas. Que está más o menos apegado a la historia, que se acerca o se distancia de ella, no es algo que a mí en lo particular me importara mucho cuando leí La guerra y la paz de Tolstoi ––ahí figura un Napoleón megalómano, invasor y expansionista, como todo cabeza de un imperio, como el pensado por Beethoven cuando decidió tachar, indignado, la dedicatoria de su Tercera Sinfonía “Heroica” a quien creía defensor a ultranza de la Revolución Francesa y en su ambición la había traicionado al autoerigirse emperador––, o Las memorias de Adriano de Yourcenar, o El general en su laberinto de García Márquez, entre otros muchos célebres ejemplos.

Uno de sus actores predilectos, no sé si la elección de Joaquin Phoenix haya sido la mejor para encarnar al famoso corzo, o la de la hermosa Vanessa Kirby para dar vida a la aquí neurálgica Josefina ––las cartas han dado materia para urdir parte de esta intensa trama emocional––, si bien a los dos no se les puede achacar nada de su impecable trabajo histriónico. Más allá de licencias más o menos escandalosas, de abusos más o menos maniqueos como la propia Historia suele tenerlos, me quedo con la grandilocuencia del discurso visual sobre todo impactante en la ambientación de las batallas (Austerlitz, Borodinó, Waterloo), en la reproducción de época, en la supongo no menos licenciosa ––a quien le consta, en todo caso, lo hecho y dicho en la intimidad–– humanización de los personajes y de la crisis revolucionaria que llevó al propio ascenso de Napoleón. El gran maestro octogenario bien puede darse la libertad de equivocarse, como la propia Historia lo ha hecho en su consignación no siempre precisa y apegada a los hechos, sin que ello tampoco haya cambiado el curso del mundo.