/ martes 7 de septiembre de 2021

Hechos y criterios | Testamentos

Por: Raúl Sánchez Küchle

Hace ya más de tres lustros, después de determinados aportes históricos a partir del siglo XIX, se instituyó en nuestro país el mes septiembre como el Mes del Testamento.

Su objetivo, motivado tras una realidad agobiante que deriva –aún- en muchos problemas familiares y sociales, es “fomentar la cultura testamentaria entre la población y, principalmente, apoyar a personas de escasos recursos”.

El derecho mexicano tiene su fuente en el romano y el testamento fue una clara invención de éste, aunque su sentido fue delimitándose con el tiempo, ya que en su origen el testamentum (del latín clásico de donde deriva el término “testamento”) era el resultado de la prestación de un testimonio tanto como el medio o la forma jurídica para hacerlo. Su significado, derivado del verbo testari, como acción de aportar algo como testimonio, atestiguar, a veces probar o demostrar con un testimonio, se fue restringiendo a su actual acepción.

Se entiende el testamento como “declaración con valor jurídico que de sus últimas voluntades hace alguien, disponiendo el destino de sus bienes y de asuntos que le atañen para después de su muerte”.

El testamento se otorga ante un notario como una herramienta ideal para garantizar la seguridad jurídica de aquellas personas, familiares generalmente aunque no siempre, a quienes se quiere dejar los bienes.

Pero testar no sólo implica resolver quién será el dueño de los que fueron nuestros bienes, sino comprende situaciones quizá más trascendentes, tales como por ejemplo elegir a la persona que nos sustituirá en la guarda y custodia de nuestros hijos menores de edad.

Hay varias clases de testamentos, pero destacan dos: el testamento abierto notarial, el más frecuente, y el ológrafo. Cada uno tiene sus requisitos.

La cultura testamentaria es todavía muy escasa. Se calcula que sólo una de cada veinte personas adultas cuentan con un testamento, y en la Ciudad de México se concentra el 30% del total de testamentos.

Las situaciones derivadas por no efectuar un testamento son diversas, y a veces desembocan en pleitos, enfrentamientos, rupturas o destrucción entre los familiares cercanos a las personas fallecidas intestadas.

Cuando existen propiedades intestadas los trámites para determinar su posesión pueden resultar no sólo engorrosos, sino costosos, y no pocas veces con discrepancias entre quienes se consideran herederos. Además el tiempo de resolución puede prolongarse hasta por años. Salen a relucir no pocas veces, sobre todo si hay suficientes bienes de por medio, personas que buscan sacar raja, muchas veces sin tener vela en el entierro.

Realizar un testamento si se tienen bienes –a veces hay gente que no los tiene- es un acto de caridad, de amor con quienes convivimos o a quienes buscamos manifestar nuestro afecto. ¿Lo ven?

Por: Raúl Sánchez Küchle

Hace ya más de tres lustros, después de determinados aportes históricos a partir del siglo XIX, se instituyó en nuestro país el mes septiembre como el Mes del Testamento.

Su objetivo, motivado tras una realidad agobiante que deriva –aún- en muchos problemas familiares y sociales, es “fomentar la cultura testamentaria entre la población y, principalmente, apoyar a personas de escasos recursos”.

El derecho mexicano tiene su fuente en el romano y el testamento fue una clara invención de éste, aunque su sentido fue delimitándose con el tiempo, ya que en su origen el testamentum (del latín clásico de donde deriva el término “testamento”) era el resultado de la prestación de un testimonio tanto como el medio o la forma jurídica para hacerlo. Su significado, derivado del verbo testari, como acción de aportar algo como testimonio, atestiguar, a veces probar o demostrar con un testimonio, se fue restringiendo a su actual acepción.

Se entiende el testamento como “declaración con valor jurídico que de sus últimas voluntades hace alguien, disponiendo el destino de sus bienes y de asuntos que le atañen para después de su muerte”.

El testamento se otorga ante un notario como una herramienta ideal para garantizar la seguridad jurídica de aquellas personas, familiares generalmente aunque no siempre, a quienes se quiere dejar los bienes.

Pero testar no sólo implica resolver quién será el dueño de los que fueron nuestros bienes, sino comprende situaciones quizá más trascendentes, tales como por ejemplo elegir a la persona que nos sustituirá en la guarda y custodia de nuestros hijos menores de edad.

Hay varias clases de testamentos, pero destacan dos: el testamento abierto notarial, el más frecuente, y el ológrafo. Cada uno tiene sus requisitos.

La cultura testamentaria es todavía muy escasa. Se calcula que sólo una de cada veinte personas adultas cuentan con un testamento, y en la Ciudad de México se concentra el 30% del total de testamentos.

Las situaciones derivadas por no efectuar un testamento son diversas, y a veces desembocan en pleitos, enfrentamientos, rupturas o destrucción entre los familiares cercanos a las personas fallecidas intestadas.

Cuando existen propiedades intestadas los trámites para determinar su posesión pueden resultar no sólo engorrosos, sino costosos, y no pocas veces con discrepancias entre quienes se consideran herederos. Además el tiempo de resolución puede prolongarse hasta por años. Salen a relucir no pocas veces, sobre todo si hay suficientes bienes de por medio, personas que buscan sacar raja, muchas veces sin tener vela en el entierro.

Realizar un testamento si se tienen bienes –a veces hay gente que no los tiene- es un acto de caridad, de amor con quienes convivimos o a quienes buscamos manifestar nuestro afecto. ¿Lo ven?