/ martes 19 de diciembre de 2017

La alegría de Navidad

La Navidad está casi encima. Para no pocos, según lo dicho en un programa de televisión quizá con mala entraña y con una insistencia digna de mejor causa, la Navidad es época de rompimiento de relaciones, de divorcios o separaciones. Eso nos recuerda aquellos versos de José Alfredo Jiménez: “Diciembre me gustó pa’ que te vayas, que sea tu cruel adiós mi Navidad…”.

Sea o no verdad lo expuesto, sí lo es el que para algunos es época de tristeza, de nostalgia, de desánimo o de dolor por quienes ya no están, sea por fallecimiento, por desaparición, por abandono o porque a alguno le quitaron la vida sin misericordia.

Lejos, muy lejos, está lo anterior de lo que es la Navidad, aunque podamos entender la situación de quienes así sienten, y también lejos está de aquellos que festejan la época decembrina a base de reuniones en que no faltan las comilonas o las borracheras, donde lo que brilla son las conversaciones con deseos de felicidad que en muchos casos están lejanos del corazón.

La Navidad se ha convertido, en no pocos casos, en un festejo aséptico al estilo de nuestros vecinos del norte, donde la nieve, las luces multicolores, los adornos exteriores, las canciones alusivas con deseos de paz o la mítica figura de Santa Claus son los que rifan, pero que se vuelven un envoltorio de algo que no trasciende, y donde el festejado en muchas ocasiones brilla por su ausencia. Se trata, es cierto, de una fiesta de hermandad, de confraternidad, de unión familiar, de descanso espiritual por determinados días, pero que pronto se diluye por carecer de bases firmes.

Muy bien está que muchos busquen en esos días el contacto con sus seres queridos, que se ofrezcan regalos como signo de querencia, que se comparta el pan y la sal entre todos, que los deseos de ser mejores invadan el ambiente, pero, con todo, eso no es la Navidad, y muy bien pueden festejarla así creyentes y no creyentes.

La Navidad no es únicamente un aniversario más del nacimiento de Jesús, donde en muchos casos él no ocupa el lugar central. La Navidad, sí, es Jesucristo, el misterio de Dios que se hace hombre, el más grande misterio jamás visto y sentido.

Francisco López de Gómara, eclesiástico e historiador español que destacó como cronista de la Conquista española de México, expresó hablando del descubrimiento de América: La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias.

Destaca aquí el “sacando la encarnación”, lo que significa el que Dios, por medio de María, se hace hombre, carne, como nosotros, para acompañarnos en nuestra vida, para guiar nuestra existencia, para ser luz de nuestro caminar, para consolar nuestra tristeza, para curar nuestros dolores, para empujarnos a ser hermanos de cada hombre.

Ese Niño-Dios cuya imagen colocamos en el pesebre de nuestros nacimientos es el gran misterio de Dios que se acerca a cada uno de los hombres y mujeres de nuestro mundo, que busca nuestro bien, que nos ama sin medida, que quiere darnos la verdadera felicidad.

Si en Navidad nos alegramos es porque Dios no nos ha abandonado a nuestra suerte, sino se ha hermanado con nosotros en Jesucristo, que nos ha hecho hijos de un mismo Padre.

San Pablo exclamará: Alégrense, se los repito, estén alegres, el Señor está cerca. ¿Lo ven?

   

 

 

La Navidad está casi encima. Para no pocos, según lo dicho en un programa de televisión quizá con mala entraña y con una insistencia digna de mejor causa, la Navidad es época de rompimiento de relaciones, de divorcios o separaciones. Eso nos recuerda aquellos versos de José Alfredo Jiménez: “Diciembre me gustó pa’ que te vayas, que sea tu cruel adiós mi Navidad…”.

Sea o no verdad lo expuesto, sí lo es el que para algunos es época de tristeza, de nostalgia, de desánimo o de dolor por quienes ya no están, sea por fallecimiento, por desaparición, por abandono o porque a alguno le quitaron la vida sin misericordia.

Lejos, muy lejos, está lo anterior de lo que es la Navidad, aunque podamos entender la situación de quienes así sienten, y también lejos está de aquellos que festejan la época decembrina a base de reuniones en que no faltan las comilonas o las borracheras, donde lo que brilla son las conversaciones con deseos de felicidad que en muchos casos están lejanos del corazón.

La Navidad se ha convertido, en no pocos casos, en un festejo aséptico al estilo de nuestros vecinos del norte, donde la nieve, las luces multicolores, los adornos exteriores, las canciones alusivas con deseos de paz o la mítica figura de Santa Claus son los que rifan, pero que se vuelven un envoltorio de algo que no trasciende, y donde el festejado en muchas ocasiones brilla por su ausencia. Se trata, es cierto, de una fiesta de hermandad, de confraternidad, de unión familiar, de descanso espiritual por determinados días, pero que pronto se diluye por carecer de bases firmes.

Muy bien está que muchos busquen en esos días el contacto con sus seres queridos, que se ofrezcan regalos como signo de querencia, que se comparta el pan y la sal entre todos, que los deseos de ser mejores invadan el ambiente, pero, con todo, eso no es la Navidad, y muy bien pueden festejarla así creyentes y no creyentes.

La Navidad no es únicamente un aniversario más del nacimiento de Jesús, donde en muchos casos él no ocupa el lugar central. La Navidad, sí, es Jesucristo, el misterio de Dios que se hace hombre, el más grande misterio jamás visto y sentido.

Francisco López de Gómara, eclesiástico e historiador español que destacó como cronista de la Conquista española de México, expresó hablando del descubrimiento de América: La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias.

Destaca aquí el “sacando la encarnación”, lo que significa el que Dios, por medio de María, se hace hombre, carne, como nosotros, para acompañarnos en nuestra vida, para guiar nuestra existencia, para ser luz de nuestro caminar, para consolar nuestra tristeza, para curar nuestros dolores, para empujarnos a ser hermanos de cada hombre.

Ese Niño-Dios cuya imagen colocamos en el pesebre de nuestros nacimientos es el gran misterio de Dios que se acerca a cada uno de los hombres y mujeres de nuestro mundo, que busca nuestro bien, que nos ama sin medida, que quiere darnos la verdadera felicidad.

Si en Navidad nos alegramos es porque Dios no nos ha abandonado a nuestra suerte, sino se ha hermanado con nosotros en Jesucristo, que nos ha hecho hijos de un mismo Padre.

San Pablo exclamará: Alégrense, se los repito, estén alegres, el Señor está cerca. ¿Lo ven?