/ viernes 7 de junio de 2019

Sinceramente, pido perdón

Me parece que el trato que tuve para con los protestantes antes del Concilio Vaticano II fue muy rudo. Les dábamos el nombre de “sectas”, no de religiones. Nuestras casas estaban cerradas para los “aleluyos”. Les recibíamos su propaganda religiosa llamada “La atalaya”, para romperla y para que nadie la leyera. No sólo nos les negábamos el acceso a nuestras casas, les echábamos los perros encima, se los “cuchiliábamos”, para que los mordieran.

Yo era monaguillo desde chico. Los monaguillos éramos preparados para enfrentarlos. No aprendíamos catecismo, pero sí aprendíamos cómo defender nuestra Fe católica. El párroco nos invitaba a ir por las noches a tirar piedras sobre los techos de lámina de las casas de culto protestante. Tirábamos las piedras y huíamos en el Jeep del padre.

En todas las puertas de los hogares católicos había un cartelito que decía: “Este hogar es católico, no aceptamos propaganda protestante”. Nos enseñaban las citas de la Biblia que manejaban los protestantes, para que supiéramos qué contestarles cuando quisieran atacar nuestra fe. Estábamos seguros que los protestantes ya estaban condenados, por no aceptar la religión verdadera.

Todo cambió en el Concilio Vaticano II. Los protestantes no eran una secta, eran una religión. Eran nuestros hermanos, debíamos amarlos. Los papas posteriores al concilio manifestaron el deseo de ser perdonados por el trato dado a los cristianos no católicos. Por eso me apunto a pedir perdón por el trato rudo, que suponía que era el que merecían. Todos los cristianos tenemos la tarea de dar a conocer el Evangelio de Cristo. Hoy todos los cristianos pedimos a Dios por la unidad de los que creemos en Cristo.


Me parece que el trato que tuve para con los protestantes antes del Concilio Vaticano II fue muy rudo. Les dábamos el nombre de “sectas”, no de religiones. Nuestras casas estaban cerradas para los “aleluyos”. Les recibíamos su propaganda religiosa llamada “La atalaya”, para romperla y para que nadie la leyera. No sólo nos les negábamos el acceso a nuestras casas, les echábamos los perros encima, se los “cuchiliábamos”, para que los mordieran.

Yo era monaguillo desde chico. Los monaguillos éramos preparados para enfrentarlos. No aprendíamos catecismo, pero sí aprendíamos cómo defender nuestra Fe católica. El párroco nos invitaba a ir por las noches a tirar piedras sobre los techos de lámina de las casas de culto protestante. Tirábamos las piedras y huíamos en el Jeep del padre.

En todas las puertas de los hogares católicos había un cartelito que decía: “Este hogar es católico, no aceptamos propaganda protestante”. Nos enseñaban las citas de la Biblia que manejaban los protestantes, para que supiéramos qué contestarles cuando quisieran atacar nuestra fe. Estábamos seguros que los protestantes ya estaban condenados, por no aceptar la religión verdadera.

Todo cambió en el Concilio Vaticano II. Los protestantes no eran una secta, eran una religión. Eran nuestros hermanos, debíamos amarlos. Los papas posteriores al concilio manifestaron el deseo de ser perdonados por el trato dado a los cristianos no católicos. Por eso me apunto a pedir perdón por el trato rudo, que suponía que era el que merecían. Todos los cristianos tenemos la tarea de dar a conocer el Evangelio de Cristo. Hoy todos los cristianos pedimos a Dios por la unidad de los que creemos en Cristo.