/ sábado 22 de mayo de 2021

El regreso del hijo pródigo en el centenario luctuoso de Ramón López Velarde

Mejor será no volver al pueblo,

al edén subvertido que se calla

en la mutilación de la metralla.


R. L.V.


López Velarde fue un poeta nato, de honda e inaplazable vocación, como lo hace ver con asombro ya Jorge Cuesta en su Antología de la poesía mexicana moderna. Incluso en su prosa “poética” se advierte esa particularidad enigmática que oscila entre el erotismo descarnado y el pudor cristiano culposo, contrarios examinados con lucidez por Xavier Villaurrutia en su revelador ensayo El león y la virgen.

El placer y la muerte, contrarios hechos unidad por Baudelaire, no llegaron como herencia directa a López Velarde, como comenta Octavio Paz en su no menos esplendente ensayo “El camino de la pasión”, sino que pasaron primero por Laforgue y Lugones, representando un constante despliegue de erotismo sutil, vedado por una beata castidad.

Este amor de erotismo encubierto conduce a la muerte, es su simulacro, diría George Bataille, y su unidad constituye el eje de su poética, en un ejercicio de desbordada creación que resulta revelación de sí mismo. Las imágenes lóbregas que brotan de la conjunción erótica nos recuerdan las del colombiano José Asunción Silva, poeta que tuvo una vida y una obra representadas en su personal hecatombe transida por el amor y el deseo incestuosos.

La pasión consume al poeta cuyo espíritu erótico nunca será ajeno a su persona. Como en Baudelaire, el erotismo se hace rezo, pero rezo penitente. Buscó el amor a lo largo de toda su ruta poética, debatiéndose entre la vocación y la entrega (lo finito del amor, constante en toda la poesía lírica española), y siempre estuvo preso de esa búsqueda incesante: el amor que se pospone para continuar siendo amor.

La provincia representó en su caso el primer oasis de revelaciones, preámbulo a su vez de quien en la ciudad descubrió los no menos contradictorios encantos de una gran metrópoli; allí encaró al horror, al pecado, a la seductora tragedia de la consumación amorosa. Fuensanta, su musa municipal e imagen del recato, fue desplazada por la figura de una mujer toda llama, toda condena, y personaje central de su medular Zozobra, su libro más personal.

El amor imposible, como ha escrito Gabriel Zaid, constituyó la piedra angular de una conciencia que se trascendió e hizo posible en la literatura, en el lenguaje como materia prima de nuevos universos: los propios de la creación poética, que en su caso se torna singular, pletórica de sorprendentes hallazgos que representan una constante génesis. En Zozobra se declara abiertamente la pugna entre el espíritu y la carne, antípodas de una misma realidad interior, que fragorosamente se debate entre la sensualidad árabe y el pudor cristiano. El oficio de escritura se antepuso a todo, tras la construcción de una realidad poética pletórica de imágenes inéditas.

López Velarde retorna constantemente a su mundo provinciano, a aquel edén que perdió en el tiempo, pero conserva en la memoria, a la cual acude para resucitar un pasado que se hace presente; reconstruye ese sinfín de sensaciones del ayer y regresa airoso al umbral, al seno materno, al origen de la vida. Pero hay temor, miedo, porque al volver del “hijo pródigo” a su origen no encuentra más que destrucción, un cementerio de cenizas.

Mejor será no volver al pueblo,

al edén subvertido que se calla

en la mutilación de la metralla.


R. L.V.


López Velarde fue un poeta nato, de honda e inaplazable vocación, como lo hace ver con asombro ya Jorge Cuesta en su Antología de la poesía mexicana moderna. Incluso en su prosa “poética” se advierte esa particularidad enigmática que oscila entre el erotismo descarnado y el pudor cristiano culposo, contrarios examinados con lucidez por Xavier Villaurrutia en su revelador ensayo El león y la virgen.

El placer y la muerte, contrarios hechos unidad por Baudelaire, no llegaron como herencia directa a López Velarde, como comenta Octavio Paz en su no menos esplendente ensayo “El camino de la pasión”, sino que pasaron primero por Laforgue y Lugones, representando un constante despliegue de erotismo sutil, vedado por una beata castidad.

Este amor de erotismo encubierto conduce a la muerte, es su simulacro, diría George Bataille, y su unidad constituye el eje de su poética, en un ejercicio de desbordada creación que resulta revelación de sí mismo. Las imágenes lóbregas que brotan de la conjunción erótica nos recuerdan las del colombiano José Asunción Silva, poeta que tuvo una vida y una obra representadas en su personal hecatombe transida por el amor y el deseo incestuosos.

La pasión consume al poeta cuyo espíritu erótico nunca será ajeno a su persona. Como en Baudelaire, el erotismo se hace rezo, pero rezo penitente. Buscó el amor a lo largo de toda su ruta poética, debatiéndose entre la vocación y la entrega (lo finito del amor, constante en toda la poesía lírica española), y siempre estuvo preso de esa búsqueda incesante: el amor que se pospone para continuar siendo amor.

La provincia representó en su caso el primer oasis de revelaciones, preámbulo a su vez de quien en la ciudad descubrió los no menos contradictorios encantos de una gran metrópoli; allí encaró al horror, al pecado, a la seductora tragedia de la consumación amorosa. Fuensanta, su musa municipal e imagen del recato, fue desplazada por la figura de una mujer toda llama, toda condena, y personaje central de su medular Zozobra, su libro más personal.

El amor imposible, como ha escrito Gabriel Zaid, constituyó la piedra angular de una conciencia que se trascendió e hizo posible en la literatura, en el lenguaje como materia prima de nuevos universos: los propios de la creación poética, que en su caso se torna singular, pletórica de sorprendentes hallazgos que representan una constante génesis. En Zozobra se declara abiertamente la pugna entre el espíritu y la carne, antípodas de una misma realidad interior, que fragorosamente se debate entre la sensualidad árabe y el pudor cristiano. El oficio de escritura se antepuso a todo, tras la construcción de una realidad poética pletórica de imágenes inéditas.

López Velarde retorna constantemente a su mundo provinciano, a aquel edén que perdió en el tiempo, pero conserva en la memoria, a la cual acude para resucitar un pasado que se hace presente; reconstruye ese sinfín de sensaciones del ayer y regresa airoso al umbral, al seno materno, al origen de la vida. Pero hay temor, miedo, porque al volver del “hijo pródigo” a su origen no encuentra más que destrucción, un cementerio de cenizas.