/ miércoles 4 de diciembre de 2019

Presencia en el momento

Me levanto temprano y me voy a la playa a caminar, el escenario me cautiva, olas rompiendo con fuerza en la arena, pájaros vuelan y algunos en una repentina picada se hunden para una pesca inmediata, el cielo cargado de nubes pronostica una lluvia que quizá caiga de repente o se haga del rogar regalando esa sombra que refresca. Mis huellas le permiten a mis pies moldearse para recibir la fuerza de la tierra y el aire remolineado por la fuerza del mar entra a mis pulmones energizando cada célula de mi cuerpo. Estoy aquí y ahora, presente, sintiéndome viva.

En este tipo de observación, es cuando le doy gracias a Dios por su creación, por este maravilloso mundo que puedo disfrutar admirando y sintiendo su obra.

Por otro lado veo a las personas que están encerradas en las imágenes de sus celulares, ajenas y distantes a lo que pasa alrededor.

La costumbre de adentrarse en el teléfono no permite que la sensibilidad alcance a percibir que se necesita hacer algo muy importante: Observar, convivir.

¿De todo lo que observamos a diario qué es lo que está vivo? ¿Qué tan seguido tenemos contacto directo con otro ser humano, con el paisaje? Desde una mirada que acaricia, que lee estados de ánimo, que considera, que saluda, que admira. O un apretón de manos que confirma el gusto de encontrarse. Un abrazo que en su calidez palmea recuerdos entre conocidos o entrelaza el gusto de una amistad, un cariño, o un amor delicioso.

La convivencia nos enriquece de muchas maneras, es la confirmación de que estamos y somos, y que la imagen de los demás habla también de nosotros. Por eso, en este presente de atención, secuestrada la mayor parte del día por aparatos electrónicos, se va perdiendo el lenguaje espontáneo del ahora, el acompañado de toda esa corporalidad que habla más que una bola de palabras.

Hoy la mirada hacia el de enseguida es esquiva, se pierde concentrada en el celular, la manera más común de evitar el encuentro, el saludo ¡No me interesa ver quién está, viene o va! Estoy absorto en mi pantalla y prefiero encerrarme en esa comunicación virtual que dice a medias lo que el otro quiere comunicar, donde escojo en qué momento veo quién dice, y dejo para después el decir del que no me interesa. En donde veo escenarios impresionantes que están lejos, para perderme de los que vibran cerca. Signos caricaturescos “pintan” las emociones y en ese limitado y muchas veces mal entendido dibujo, expreso lo que nunca alcanzará la claridad del mensaje con la presencia física.

¡Tecnología, maravillosa tecnología! Sin lugar a dudas útil, divertida, necesaria como un trago de alcohol que ayuda, que relaja, pero que convirtiéndose en un exceso emborracha y saca de sí. Las pantallas nos han emborrachado y la cruda se cura con otra dosis para convertirnos en adictos sin voluntad.

El vicio de este “adelanto” va en aumento y sus consecuencias se sienten en la impersonalidad de los “encuentros”. Por eso hoy les digo a todos mis queridos familiares y amigos que estoy en huelga ante esta comunicación vana, y que mi apatía no tiene que ver con no saber de ustedes, pero este vínculo virtual me cae gordo, cadenas y cadenas que engañan a los participantes con el hecho de estar haciendo algo, cuando en realidad las acciones concretas y presentes son las de los resultados.

La insistencia contaminante de mensajes saca risas y llanto que nunca será escuchado por el remitente y sólo podrá imaginar con esa respuesta de signos que como plaga se distribuyen y almacenan en las gigantescas máquinas receptivas que los guardan, generando una carga inútil para el medio ambiente.

Vigilante: “La nube”, esa a la que se suben innumerables datos e imágenes. ¿Sabes qué es? La nube son máquinas que absorben la información y así prendidas guardan y guardan. Y yo pregunto, ¿se justifica ese medio contaminante de almacenamiento? ¿Qué estamos almacenando y para qué? Di no al exceso de envío y almacenamiento, es otro rubro de contaminación en el que debemos reflexionar.