/ sábado 24 de octubre de 2020

Releyendo a Carlos Fuentes


Carlos Fuentes fue ante todo escritor, vocación que decía descubrió desde antes de hablar. Desde su primer libro de cuentos Los días enmascarados se definen las coordenadas de su literatura, entre ellas, su obsesión por el lenguaje, la búsqueda de la mexicanidad, la reconstrucción del tiempo, la realidad, la memoria y la imaginación, como fuentes entreveradas del torrente ficcional. Con su primera novela La región más transparente contribuiría a edificar el gran personaje mítico de la CDMX, y con Casi el paraíso de Luis Spota y El sol de octubre de Rafael Solana conformaron la gran triada inaugural de la novelística citadina de los cincuenta. En Las buenas conciencias pone acento en el enfrentamiento de generaciones, contrasta la capital con la provincia, el adentro con el afuera, la transgresión con el interdicto, el cambio con la inmovilidad, la novedad con la tradición.

La muerte de Artemio Cruz constituye una vuelta de tuerca en su largo itinerario escritural, un retorno al pasado inmediato, recomposición crítica de la novelística revolucionaria, honda reflexión indispensable en la cimentación de su andamiaje literario e intelectual. Sin ella resulta impensable el cierre de albada que habían prefigurado Rulfo y Revueltas, en la conformación de una novelística mexicana contemporánea.

Abierta a dispares lecturas es su pequeña pero profunda novela Aura, donde la memoria y el tiempo, la vida y la muerte, la realidad y la ficción, construyen un sólido puente de entrecruzadas antípodas que simbolizan lo entreverado de la existencia y de la condición nacional. Cuatro décadas después escribiría otra novela breve no menos poderosa, pletórica de significados e interlíneas, El instinto de Inez, un hondo homenaje a otra de sus grandes pasiones, la música, al Hector Berlioz de La condenación de Fausto, notable acercamiento a la célebre obra de Goethe.

Tras la novela total, Cambio de piel plantea el germen de una exploración narrativa que alcanzará su cúspide con Terra nostra, espacio de profunda y dolorosa indagación personal, de lúcido análisis histórico, de una búsqueda formal donde el lenguaje constituye un templo de adoración. Obra de madurez en la que se plantea una elaborada búsqueda del ser a través del camino accidentado de la historia, según Kundera, supone una suma de todos los tiempos.

Narrador de tiempo completo, de férrea vocación, fue además un ensayista no menos penetrante, de lo cual dan crédito títulos cardinales como La nueva novela hispanoamericana, El espejo enterrado, Geografía de la novela o Nuevo tiempo mexicano. Con los más de los reconocimientos importantes, candidato en varias ocasiones al Nobel, catedrático en algunas de las más prestigiosas universidades, extraordinario conversador, vivió en carne propia la muerte de dos de sus tres hijos, y tratándose de un creador y pensador de su envergadura, su ausencia nos ha producido una sensación de orfandad, sobre todo porque personajes de ese empaque resultan cada vez menos frecuentes en lo que su contemporáneo Mario Vargas Llosa ha dado en llamar “la civilización del espectáculo”.




Carlos Fuentes fue ante todo escritor, vocación que decía descubrió desde antes de hablar. Desde su primer libro de cuentos Los días enmascarados se definen las coordenadas de su literatura, entre ellas, su obsesión por el lenguaje, la búsqueda de la mexicanidad, la reconstrucción del tiempo, la realidad, la memoria y la imaginación, como fuentes entreveradas del torrente ficcional. Con su primera novela La región más transparente contribuiría a edificar el gran personaje mítico de la CDMX, y con Casi el paraíso de Luis Spota y El sol de octubre de Rafael Solana conformaron la gran triada inaugural de la novelística citadina de los cincuenta. En Las buenas conciencias pone acento en el enfrentamiento de generaciones, contrasta la capital con la provincia, el adentro con el afuera, la transgresión con el interdicto, el cambio con la inmovilidad, la novedad con la tradición.

La muerte de Artemio Cruz constituye una vuelta de tuerca en su largo itinerario escritural, un retorno al pasado inmediato, recomposición crítica de la novelística revolucionaria, honda reflexión indispensable en la cimentación de su andamiaje literario e intelectual. Sin ella resulta impensable el cierre de albada que habían prefigurado Rulfo y Revueltas, en la conformación de una novelística mexicana contemporánea.

Abierta a dispares lecturas es su pequeña pero profunda novela Aura, donde la memoria y el tiempo, la vida y la muerte, la realidad y la ficción, construyen un sólido puente de entrecruzadas antípodas que simbolizan lo entreverado de la existencia y de la condición nacional. Cuatro décadas después escribiría otra novela breve no menos poderosa, pletórica de significados e interlíneas, El instinto de Inez, un hondo homenaje a otra de sus grandes pasiones, la música, al Hector Berlioz de La condenación de Fausto, notable acercamiento a la célebre obra de Goethe.

Tras la novela total, Cambio de piel plantea el germen de una exploración narrativa que alcanzará su cúspide con Terra nostra, espacio de profunda y dolorosa indagación personal, de lúcido análisis histórico, de una búsqueda formal donde el lenguaje constituye un templo de adoración. Obra de madurez en la que se plantea una elaborada búsqueda del ser a través del camino accidentado de la historia, según Kundera, supone una suma de todos los tiempos.

Narrador de tiempo completo, de férrea vocación, fue además un ensayista no menos penetrante, de lo cual dan crédito títulos cardinales como La nueva novela hispanoamericana, El espejo enterrado, Geografía de la novela o Nuevo tiempo mexicano. Con los más de los reconocimientos importantes, candidato en varias ocasiones al Nobel, catedrático en algunas de las más prestigiosas universidades, extraordinario conversador, vivió en carne propia la muerte de dos de sus tres hijos, y tratándose de un creador y pensador de su envergadura, su ausencia nos ha producido una sensación de orfandad, sobre todo porque personajes de ese empaque resultan cada vez menos frecuentes en lo que su contemporáneo Mario Vargas Llosa ha dado en llamar “la civilización del espectáculo”.