/ miércoles 25 de diciembre de 2019

Un nacimiento

Una espera terminó y una historia dio inicio. La espera de nueve meses de una joven madre cuyo nombre, tan extendido en Palestina, adquirió desde entonces y hasta hoy caracteres propios. Una historia que dio pie a una nueva era para la humanidad.

Hoy, tras el Adviento, culmina esa espera. Contemplamos a la madre y a su hijo junto a un obrero, posiblemente carpintero, que formaba parte de la gran masa de los habitantes de Palestina y cuyo nombre era viejísimo en Israel.

Eran ellos, hombre y mujer, personas humildes y pobres que, obedeciendo un edicto de empadronamiento del César romano, se pusieron en camino desde Nazareth, pueblo perdido entre las colinas de Galilea, hacia Belén donde le correspondía hacerlo al joven.

Un año antes, en Nazareth, a la joven se le había anunciado que el niño que llevaría en su seno sería llamado Hijo de Dios y que ella permanecería virgen.

Una serie de dificultades tuvieron que pasar en la larga marcha por cerca de 150 kilómetros por cuatro o cinco días en un asno, cabalgadura tradicional, en caminos mediocres, pues Roma no había tenido tiempo de rehacerlos según su técnica. Trayecto duro para una joven embarazada, aunque hermoso y conmovedor al pasar por lugares que recordaban la historia del pueblo israelita.

Beth-Leem, Belén, la “casa del pan”, según la etimología popular llamada también Ephatra, “rica en frutas”, se merecía sus nombres.

La Escritura consideraba la ciudad de Belén como lugar del nacimiento del gran Rey (1 Sam 20,6.28) y el profeta Miqueas predijo un destino deslumbrador: “Y tú Belén, la fértil, si eres pequeña entre los millares de Judá, no eres, sin embargo la última, pues de ti saldrá un jefe que guiará a mi pueblo de Israel, aquel cuyo origen se remonta a los tiempos antiguos, a los días de eternidad” (Mi 5,1).

A la entrada del caserío de Belén, un vasto edificio, que San Lucas llama “mesón”, pudo haber acogido a los viajeros, pero un gentío de nómadas y comerciantes lo hizo impracticable. Así, ya que el tiempo apremiaba pues se cumplía en la joven el tiempo de dar a luz, los esposos se instalaron en una gruta, una de las que todavía se ven en Palestina y en Belén, y servían de establo para los rebaños.

Y así llegó el acontecimiento, tan sencillo y tan prodigioso a un tiempo: “Y María trajo al mundo a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no había lugar para ellos en la posada” (Lc 2,7).

Eso es lo que celebramos en Navidad: la irrupción de un Niño que trae la luz al mundo, a creyentes y no creyentes, Dios mismo que se hace hombre verdadero, cercano, el Dios-con-nosotros que viene a salvarnos.